viernes, 13 de marzo de 2015

PAPÁ, POR QUÉ MIRAS A LA GENTE

Diez minutos antes de la hora de entrada al cole, todo son carreras de padres apremiando a sus hijos para no llegar tarde. De éstas y otras imágenes se tiñe el paisaje matutino de las calles que llevan al colegio en cada ciudad o en cada pueblo. Son mañanas manchadas de pasos acelerados, de bullicio momentáneo, de avisos apremiantes (‘date prisa’, ‘venga, que llegamos tarde’) y del rodar estruendoso de las ruedas de las mochilas por el pavimento enlosado de las aceras.

El tráfico sigue con el mismo ritmo que cada día a esta hora, la gente hace los mismos gestos, la calle Recogidas y las aledañas continúan igual de concurridas, el inmigrante del semáforo de Martínez Campos repite una y otra vez la misma ruta entre los coches parados ofreciendo un paquete de pañuelos o un ambientador de pino. Los pasos de los transeúntes van desperezándose, buscan un destino que puede ser monótono o una novedad aquella mañana. Los míos también se repiten como los de otros días.

Pero hay mañanas en que esta imagen se colorea con una pincelada nueva y las hace diferentes. Es lo que me ha ocurrido esta mañana cuando he llegado al semáforo que habilita para cruzar la calle Recogidas en su confluencia con Martínez Campos. Allí parado, a la espera de poder cruzar, unas palabras me han llamado la atención: las de un padre que llevaba a su hija al colegio con la parsimonia dulce de un paseo festivo o vacacional, se diría que hoy se encaminaban al parque Federico García Lorca.

Los coches pasan por la calzada con la misma premura de siempre, y en mi obligada espera de no más de un minuto escucho distraídamente la conversación que mantienen padre e hija.
—Papá, ¿por qué miras a la gente?
—La miro —le dice él—, y me fijo en sus caras, en sus gestos, en qué hacen. Y cuando la miro me imagino qué piensan, a dónde irán, qué harán hoy…

La niña no debe tener más de cinco años y escucha atenta las palabras de su padre.

Se abre el semáforo para los peatones y nos da quince segundos para cruzar la calle. Salgo el primero cuando nos da paso el muñeco verde, como si de una parrilla de carreras se tratara (voy con la hora justa), entre los que allí aguardamos. Atrás queda el padre y la niña, no volveré a verlos. Acompaño mis pasos ligeros con las palabras que acabo de oír e imagino cómo este padre le ha descubierto esta mañana a su hija una manera diferente de mirar la realidad, capaz de penetrar en el interior de los demás hasta hacerle ver que todo lo que nos rodea puede seducirnos más allá de la mera apariencia, hasta poner a nuestro alcance otros universos mágicos.

Esta mirada que traspasa lo aparente es la que la escuela debe seguir alentando en nuestros alumnos. Una mirada que escrute realidades, capaz de penetrar en el interior de nosotros mismos y en el de los demás, dispuesta a crear tantas fantasías y sueños como sea posible.

miércoles, 11 de marzo de 2015

EL DESPRECIO DE LO PÚBLICO. CONQUISTAR LA DEMOCRACIA DÍA A DÍA*

La Transición fue lo que fue y sirvió para lo que sirvió, no es cuestión de abominar ahora de ella que las cosas van mal. Sí, ahora, cuando nuestra democracia hemos visto que necesita un auténtico lifting después de que las élites de poder la hayan puesto patas arriba para recuperar parte de los privilegios que habían perdido cuando hubieron de ceder en favor de aquella España que debía hacerse un país más moderno a semejanza de la Europa que nos acogió en los años ochenta. Y fue lo que fue, porque si no habría que haber hecho la revolución total: acabar con el franquismo, no sólo social sino ideológico y económico, y asimismo no darle las riendas al bipartidismo.

La Transición tuvo su momento histórico, y tuvo dentro de sus carencias el valor de impulsar los cambios necesarios para echar a rodar un país que estaba en la UCI. Pero la Transición, aquel arranque de la democracia, fue sólo el primer paso para cambiar las cosas, después hubieron de venir muchos más para darle a este país algunas capas más de democracia, hasta que llegó el momento en que llegamos a creérnosla consolidada, no sé si como ejercicio de comodidad o porque de verdad así lo entendimos. La élite económica y su adlátere político, la derecha, esperaron mejor oportunidad, mientras aquí nos adormecíamos con un estado del bienestar que sólo mostraba su cara más amable y complacida, hasta hacernos bajar los brazos y evitar que se fortaleciera una auténtica guardia pretoriana para defenderlo en caso de ataque a la línea de flotación, como así ha ocurrido con la crisis económica. Nos mató esa actitud confiada, como si ya no hubiera más que hacer, como si todo estuviese hecho y sólo quedara relajarse y dejarse llevar, y así nos lanzamos (aunque ello suene a pasaje bíblico a lo Sodoma y Gomorra) al abuso y el mal uso de lo público, y a la desconsideración de las libertades y los derechos conquistados.

Es en este punto de mi reflexión cuando me pregunto qué le ha podido pasar a nuestra democracia para llegar a este estado de esclerosis social, política ideológica.

Los últimos quince años hemos vivido un deterioro de la democracia en España apreciado sobre todo en uno de sus grandes pilares: el desprecio por lo público. Las instituciones públicas han sido utilizadas como moneda de cambio por los partidos políticos (designando cargos y puestos por conveniencia y no por competencia), el dinero público se ha gastado, malgastado y despilfarrado con poco criterio y con total impunidad; en los ayuntamientos, en los gobiernos autonómicos, en el gobierno del Estado se ha gastado el dinero de todos sin miramientos, con un desprecio obsceno y hasta grosero. La política no ha respetado casi nada. Todo esto ha sido uno de los síntomas de que a la democracia en España todavía le faltaba la madurez democrática que una sociedad fuerte no hubiera consentido.

Lo público es lo que nos garantiza una sociedad más justa. Los que han utilizado lo público sin rigor, sin mesura, sin el aprecio ético que se merece, no merecen seguir en las instituciones. ¿Y por qué siguen?, es lo que la ciudadanía se pregunta.

Quizás la respuesta la tengamos en la sociedad débil que el deterioro democrático fue generando con el paso del tiempo. A partir de los años noventa la ciudadanía de nuestro país fue pasando de un espíritu reivindicativo a una actitud relajada, de sentirnos protagonistas de un cambio a convertirnos en seres apáticos y distantes hacia todo lo que significaba política. Pensamos que la democracia estaba ya hecha, que no hacía falta ir construyéndola día a día, y la dejamos en manos de otros, de partidos políticos que se fueron llenando de mediocres, de gente falta de compromiso social y democrático, que sólo buscaban su interés personal y mantenerse a toda costa en la esfera política.

Los ciudadanos nos descolgamos de la lucha, pensamos (y nos hicieron creer) que ya estaban ellos para arreglar nuestras vidas y los problemas públicos. Se difundió el discurso de que cualquiera valía para todo en la política, mientras que los demás ni siquiera lo cuestionábamos y además poníamos nuestro futuro y nuestras vidas en sus manos. Se deterioró la ética pública con el todo vale. En nuestro país sigue prevaleciendo una idea callada y chapucera de ‘si puedes, aprovéchate ya que estás ahí, yo lo haría’. La ética de lo público está muy devaluada, no forma parte del compromiso más férreo de quien se dedica a la cosa pública (habría que pasar un examen exhaustivo a quien quisiera hacer política).

En mi época de actividad pública me abrumaba ver cómo a muchos alcaldes les faltaba el discurso ideológico y les sobraba el espíritu del ‘conseguidor’ de equipamientos públicos, aunque en el pueblo de al lado ya existieran y se pudieran compartir. Cada municipio quería su piscina cubierta, sus pistas de pádel, su campo de golf, su instituto, su fastuoso teatro, centro de convenciones... Y para conseguir esto valía todo menos la racionalidad en el gasto público y era lo habitual que se rodearan de empresarios sin escrúpulos, ávidos de dinero, que lo hacían todo con un sobrecoste que ahora nos resultaría escandaloso.

En aquel tiempo vi cómo se gastaba el dinero, y me asombraba, pero si decía algo era como si hablara el metepatas de la fiesta guay del ‘aquí también tenemos derecho a tener de todo’, aunque fueran las cosas más superfluas, aunque los presupuestos de una obra se inflaran impúdicamente, aunque fueran las cosas más horteras y de poca utilidad. Los alcaldes no podían ponerse de acuerdo para construir equipamientos compartidos por dos pueblos que los separara una calle (eso no vendía bien). Se confundía lo público con los intereses privados. Lo público al servicio de políticas sin mucho sentido en ayuntamientos, en gobiernos autonómicos y en nacionales.

El desprecio por lo público ha tenido su constatación también en saquear una comunidad autonómica (comunidad valenciana), una caja de ahorros o un ayuntamiento, en utilizar el dinero público para amañar expedientes de regulación de empleo, en repartir el dinero de todos para una formación ocupacional cuyo gasto luego no se controlaba ni se pedía justificación de ello. El desprecio por lo público se ha palpado en no respetar las instituciones y en convertirlas en emporios controlados para beneficio propio o partidista.

Vivir la democracia implica mucho más que tenerla y disfrutarla. Poseer la democracia supone cuidarla día a día, no dejarla caer en la inmovilidad, evitar que las prácticas que la socavan sean erradicadas a tiempo. Son muchas las cosas que quedan por recomponer en este país.

*Composición de Juan Vida: Plato de pasta o sopa de sobre.