lunes, 13 de abril de 2015

LA CIUDAD PERDIDA

Mis pasos por la ciudad cada vez me recuerdan más a los que Urania Cabral emprendía por Santo Domingo en La fiesta del chivo a su vuelta de Nueva York, sin que en los míos medie una ausencia física de décadas tan obligada, ni estén angustiados por tan abominables heridas del pasado. Mis pasos por la ciudad quizá sean parte de ese proceso natural que se potencia con los años para estimular los recuerdos del pasado infantil y juvenil.

Las ciudades son pasto de la crueldad de los hombres para con los hombres. La especulación urbanística cuando no agranda una ciudad, sino que transforma la existente, es mucho más que la eufemística pretensión de modernidad, es parte del lado destructivo que proyectamos los seres humanos sin que nos importe borrar las huellas del pasado ni se tenga la compasión con los recuerdos y añoranzas de los demás.

Matilde Santos se paseó por Granada a la vuelta del exilio en La renta del dolor buscando todo lo que había añorado durante treinta años: ecos de juegos infantiles, rincones urbanos imperecederos, olores y fragancias primaverales, sensaciones que sólo vivieron en el recuerdo…

En algunos de mis paseos por Granada, yo también añoro rincones, calles o esquinas ya desaparecidos, que una vez fueron esos espacios que albergaron mil vivencias infantiles y que ahora sólo pueden ser evocadas por una fotografía antigua o el eco añorado de los juegos de la infancia. Nunca más esos lugares los volveré a ver, desaparecieron hace mucho tiempo cuando la especulación urbanística no reparó en las personas y sí en los beneficios de la inversión.

El otro día cuando paseaba por el barrio San Lázaro vi que una de sus calles, la calle Garrido, ha quedado reducida a un corto y triste túnel bajo un edificio, ideal para micciones de borrachos, chutes de drogatas y, acaso, para un furtivo restregón lascivo de pareja.

Que ya no están los trancos de las puertas donde nos congregábamos los chiquillos para contar historias, ni las plazoletas que servían para jugar a las cuatro esquinas, ni los trazados de calles que se convertían en circuitos de carreras, es parte de esa ciudad perdida. Nada de eso existe, tan sólo nos queda lo que sea capaz de evocar la imagen desgastada de una fotografía antigua o aquello que se pueda fiar a la memoria.

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