lunes, 31 de agosto de 2015

BAJO LA CARPA DE FLÅM

Flåm es uno de los cientos o miles de fiordos que hay en Noruega. Fue casi una obligación en estos días pasados de estancia en el país escandinavo visitar algún fiordo. Me habían hablado tanto de ellos que al final vencí mi resistencia a no moverme de Oslo y, arrastrando mi inoportuno constipado, nos trasladamos a la localidad de Flåm, a unos trescientos kilómetros, que por aquellas carreteras pareciera que circulábamos por las de los años sesenta en España, pero con un paisaje natural impresionante.

Junto a la espectacularidad que nos brindaba la naturaleza en el fiordo, en el fondo del mismo, allí donde el agua dulce del río y las numerosas cascadas se unen a la punta de lengua marina que se adentra hasta este punto del interior, se asientan un puñado de establecimientos comerciales y algunas viviendas. La vida comercial es la principal actividad económica de aquel lugar, por no decir la única. La visita merece la pena,, aunque el malestar de un resfriado te diezme algo la vitalidad para disfrutar del paisaje.

Entre los negocios que se arraciman en la punta de tierra del inicio del fiordo hay una carpa especializada en la venta de pescado frito y a la plancha. Antes de nuestro regreso a Oslo decidimos comer algo allí. A mí el pescado me gusta bastante. Y mira por donde fuimos a toparnos con parte de la realidad española de estos últimos años: la emigración de miles de jóvenes a países extranjeros por razones laborales, esos a los que se la ha negado en nuestro país la oportunidad de un puesto de trabajo. Era un grupo de jóvenes españoles los que se encargaban de freír y servir el pescado en las alargadas mesas de madera cobijadas en la carpa. Estábamos ante una muestra de la historia más reciente: la que se ha escrito con el desgarro de una sociedad quebrada por la crisis y la acción de un gobierno que ha causado tanto daño a la población.

Hablé con una chica del grupo, dotada de un desparpajo e inteligencia que llamaron mi atención, sobre las circunstancias de su estancia laboral en un lugar tan lejano y poco habitual Ni era Londres, ni París, ni Berlín, sino un lugar recóndito en un fiordo noruego. Me vino a decir que en España les fue difícil encontrar trabajo y lo conocido era con un sueldo ridículo. Sentí la crudeza de una realidad que ha masacrado a la juventud española en estos años de crisis y de reforma laboral indigna. En Noruega, uno de los países más ricos del mundo, con un paro testimonial en torno al cuatro por ciento, quizás no se esté al tanto de esta circunstancia que envuelve a este grupo de jóvenes españoles que sirven (e imagino que todavía lo harán cuando se publican estas líneas) platos de pescado a los visitantes del fiordo, pero yo sí.

Salí de allí comentando a mis acompañantes la desvergüenza con que se ha tratado a la población juvenil española, cargada de títulos universitarios, másteres y otros productos formativos, en estos últimos cuatro años.

miércoles, 26 de agosto de 2015

EL PARQUE DE VIGELAND, ESE CANTO AL SER HUMANO

Me gustó pasear entre las muchas estatuas que exhibe el parque de Vigeland en Oslo, integrado en el gran parque Frogner. En la semana que he estado allí los días han sido tan luminosos como acostumbramos a disfrutarlos en el sur de España, parece que nos hubiéramos llevado un pedacito de climatología, porque a nuestra vuelta todo indicaba que regresaban la lluvia y temperaturas más frescas. El paseo por el largo puente, jalonado por estatuas en una especie de avenida de las efigies, que conduce hasta el monolito de cuerpos humanos entrelazados que se levanta al fondo como el faro que atrae al paseante, estuvo envuelto por el fulgor de un cielo radiante. Todo el parque de Vigeland es pura exaltación del hombre en todas sus manifestaciones, rodeado por el espectáculo de la exuberancia que la vegetación exhibe por aquellas tierras.

Aquella mañana tan transparente la gente se agolpaba al pie de las estatuas. Todas son obra del escultor noruego Gustav Vigeland, quien acometió por encargo del Ayuntamiento de Oslo tan ingente trabajo hacia el primer tercio del siglo XX. Los visitantes buscaban la foto, o las fotos, para luego recordar en soledad, con familiares o amigos, tantas emociones, y así hacer perdurable ese sueño sin mañana que haga olvidar. Algunos se atrevían a imitar el gesto suspendido en el instante que Vigeland había eternizado, como si pretendieran ser tan inmortales como las figuras de bronce, y así los retrataba la cámara. Me llamó la atención los numerosos grupos de japoneses que aparecían de repente entre la contemplación de una figura y la ensoñación a que te arrastraba; llegaban y pronto se adueñaban del espacio aunque fuera efímeramente. La multitud de cámaras iba sellando en su memoria digital miles de escenas, mientras me preguntaba qué habría captado cada una de ellas, qué representarían esas imágenes para su autor cuando las revisara pasados los años, o simplemente unas horas después, al regresar al hotel, o al cabo de unos días al compartirlas en otro punto del planeta con los amigos.

El paseo se iba llenando de sensaciones auspiciadas por la conjunción de naturaleza y arte, de evocación de los sentidos y de introversión de las impresiones. Más adelante el grupo escultórico de unos gigantones sosteniendo una gran taza, regados por el agua de la fuente que conforman, da la sensación de una fortaleza descomunal. El cuerpo humano seguía manifestándose también en otro grupo de figuras: el carrusel de la vida en la ‘rueda de la vida’ que forman los cuerpos entrelazados de varios adultos y niños. Unas niñas, casi adolescentes, asaltaban el rumor del agua en otra fuente, y descalzas metían los pies entre estridentes risas y el jolgorio de sentirse libres.

El punto final del trayecto es el monolito de granito de diecisiete metros de altura conformado por un amasijo de figuras humanas. La escalinata que da acceso a él se ve interrumpida perpendicularmente por descomunales estatuas de niños, jóvenes, adultos y ancianos formando parejas o grupos que representan momentos en las relaciones entre los seres humanos. La solidez de la piedra y el aplomo de los pesados cuerpos nos traslada al relato que Vigeland nos ofrece de la secuencia evolutiva de la vida a través de escenas cargadas de cotidianidad, de personas que se tocan, de individuos que a pesar de separarlos la delgadez de un milímetro se nos antojan alejados por una incomunicación infinita, con miradas que nunca confluirán; también escenas cargadas de lirismo del que a veces se inviste una mirada, una caricia o un gesto, y otras como muestra de la necesidad que tenemos del otro, de su contacto, del silbido de sus palabras.

En todas ellas se representa la vida, el amor, el gesto que consuela, la atracción sexual entre un hombre y una mujer, entre dos hombres, entre dos mujeres; y asimismo el odio, la muerte, el rencor, la violencia, la vejez, la reprimenda o la caricia de un padre a un hijo, de una anciana a su nieto, los juegos adolescentes y las risas que poco antes he visto en la fuente… Todo tan lleno de vida como la vitalidad que representábamos los que las circundábamos para encontrar la posición idónea para una fotografía con ellas y los que se movían por las anchuras del parque.

miércoles, 5 de agosto de 2015

ÁFRICA, ENTRE LA DIGNIDAD Y LAS DICTADURAS*

Hace unos meses asistí a una exposición de fotografías: “Surmas. El tiempo detenido”, de Alicia Núñez, sobre esta tribu del sur de Etiopía, casi emparentada con los masáis. Altos, delgados, esbeltos... los surmas aparecían retratados en posturas rituales, en acrobacias danzarinas, con rostros serios o sonrientes que mostraban nobleza y dignidad. Las imágenes traslucían esa manera tan decente de relacionarse con el medio natural, que resulta tan pura, tan noble, y tan primitiva y misteriosa a la vez.

Percibí que la autora buscaba captar la mirada de esas gentes, esa inmensidad azabache, honda como una noche, pero sin que los fotografiados perdieran su dignidad. En sus rostros se apreciaba la inmensidad de las tierras que habitan, los atardeceres y amaneceres más hermosos del mundo. Ellos, que no ven límites, ni edificios que les corten la visión, piensan que todo el mundo les pertenece en una relación noble con la naturaleza.

En la reciente visita de Barack Obama a Kenia, entre visita de Estado y búsqueda de sus ancestros, el presidente de EEUU lanzó un mensaje a los muchos dictadores africanos que existen para hacerles ver que el poder no puede ser retenido para uso y disfrute de un individuo o de una casta. Obama manifestó que sería inconcebible en su país que cuando acabe su actual mandato él se aferrara al poder para continuar un tercero más. No sé si los dictadores, Teodoro Obiang, José Eduardo Dos Santos, Kagame, Kabila o Robert Mugabe se dieron por aludidos y les surtirán algún efecto estas palabras.

Hace un par de semanas el jugador de fútbol Messi giró una visita a Gabón. La prensa se quejó del aspecto desaliñado con que se presentó a una visita oficial, la percibieron como una afrenta, y una ONG, Human Rights Foundation (HRF), no se explicaba cómo fue a apoyar a una dictadura en la que la muerte de niños mediante rituales es una práctica común por el Gobierno.

Me decía la autora de las fotografías que a los surmas les extrañaba que ella admirara un puesta de sol o que se fijara en las cabras, eran incapaces de leer esa mirada, ellos viven y forman parte de esos elementos naturales y se sienten en perfecta comunión con ellos, de ella obtienen todo lo que necesitan para vivir y, además, viviendo rodeados de constantes peligros donde el día a día es pura supervivencia.

Algunas fotografías, sobre todo de atardeceres o de miradas, me erizaron el vello, por la fuerza expresiva de los valores naturales y humanos que en ellas se contienen. A mí me fascina ese mundo del África no pervertida; la otra, la de los dictadores, me hiere.

* Fotografía de la exposición de Alicia Núñez.