domingo, 25 de octubre de 2015

EL FUTURO YA NO ES NADA*

Un historiador aunque mira más al pasado también lo hace al presente. El maestro Marc Bloch decía que “la incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado”, pero que “no es, quizás, menos vano esforzarse por comprender el pasado si no se sabe nada del presente”. Y con el futuro, ¿qué pasaría? Contemplar el futuro ya no entra en el campo de la visión científica de un historiador, y menos construir el discurso de lo futurible.

Cuando en los ochenta se hablaba de la llegada del siglo XXI creíamos que se inaugurarían tiempos de prosperidad para la humanidad y que se encontrarían vías de solución a tantos males que lastraron el siglo XX: guerras mundiales, desequilibrio norte-sur, desigualdad ricos-pobres, hambrunas… El cambio tecnológico y científico no había dejado de crecer, los adelantos en la ciencia, la medicina o la tecnología nos asombraban y creaban conciencia de la derrota de lo imposible. Se avanzaba en convergencia y lisonja de los derechos humanos, la preservación del medio ambiente conquistaba espacios y conciencias. Sin embargo, sin desmerecer los grandes pasos dados, ha ocurrido lo contrario: los conflictos bélicos no cesan y se extienden a más rincones del planeta, la desigualdad va en aumento, el cambio climático altera el medio ambiente, las tensiones demográficas de la superpoblación y los movimientos migratorios por desequilibrios económicos o conflictos bélicos constituyen un grave problema que genera enfrentamientos tribales, internacionales y entre regiones pobres y ricas.

Ahora al mirar ese pasado desde nuestro presente, lo analizamos y lo interpretamos hasta juzgarlo. Es lo que haremos con nuestro presente en un futuro, pero ya con el prisma de la perspectiva histórica. Entre tanto llega ese momento, hoy nos conformamos con analizarlo, aunque sea sin la clarividente lente de la Historia. Sírvanos, al menos, la comparación de lo imaginado en los años ochenta y el resultado de hoy para sospechar cómo será nuestro futuro. Hoy vivimos una realidad distinta a la que imaginamos en aquellos ochenta: decepcionante y poco ajustada a lo que, desde el optimismo de la razón teórica, pensábamos que sería. Ingenuos de nosotros.

La realidad que nos circunda nos ha sacado del encantamiento. Convertidos en seres tan manipulables como propensos a las salpicaduras del hedonismo teledirigido, cuando no prendidos de una existencia que rayaba la utopía de El mundo feliz de Huxley, jactándonos de vivir en el mundo de las ‘verdades’ sin escuchar la voz de nuestra conciencia secuestrada, ni las voces que nos alertaban de la falsedad de las ‘historias’ construidas para nuestro goce, y que a diferencia de la ‘hipnopaedia’, donde primaba la sociedad sobre el individuo, entonces nos hacían soñar con una individualidad repleta de satisfacciones. Pero llegó el momento en que la convulsa realidad se obstinó en sacarnos de la ensoñación.

El futuro es parte esencial de nuestra existencia, parte de la abducción religiosa del más allá, la meta, la religión sin la cual no encontraríamos sentido a nada, el culmen de lo que seremos, eso que nuestros abuelos llamaban ‘el mañana’. El discurso postmoderno que nos acechó a finales del siglo XX (la política se ha impregnado de él) ahora lo relativiza todo: ya es el presente lo que importa, vivir el momento, lo que venga después deja de ser relevante. El Informe Delors sobre educación (1996) señalaba que el futuro estaba sujeto a ciertos vaivenes que tenían que ver con la permanente situación de novedad e improvisación y la versatilidad en el dominio de recursos y posibilidades de trabajo. No iba descaminado, pero no reveló que esa realidad que vino después sería aún peor de cómo la calibraba.

Tenemos que adaptarnos a los nuevos tiempos, se suele decir con tono grave y profético, pero quién define lo que son los nuevos tiempos, quién los proyecta. El futuro, que es de todos, ha sido secuestrado por unos pocos. Queríamos construir la Europa de los pueblos y de los ciudadanos, pero hemos construido la Europa de la individualidad y el egoísmo. Queríamos hacer de nuestro territorio un espacio de solidaridad que mirara al mundo menos favorecido, pero hemos puesto barreras, altas alambradas y kilómetros de mar para que se ahoguen. Queríamos construir un mundo mejor, pero lo hemos convertido en un foco de agresividad para el hombre. Se han ido derrumbando tantos ideales que la humanidad está ahora más en peligro que cuando la ‘guerra fría’ amenazaba con la destrucción nuclear del planeta.

Las señas de identidad que caracterizan a esta nueva sociedad, la nuestra, nada tienen que ver con aquellos ideales; más bien recorre las sendas del desencanto y la incertidumbre; hemos desmitificado el Estado de bienestar a fuerza de torpedearlo. ¿Dónde están las bondades de la globalización? Nos hemos despertado y asistimos asombrados a las nefastas consecuencias del discurso caído en desgracia. ¿Quién se atreve a decir ahora que el futuro será mejor?

El futuro ya no es nada, se ha desvirtuado. Siempre fue la ilusión y el anhelo, la esperanza hacia un mundo mejor; ahora el futuro ya no tiene futuro, ni siquiera está ungido por la escasa inocencia que aún no ha sido pervertida. Que no nos engañen más con el futuro que viene, conocemos el presente y tenemos datos suficientes para saber cómo será el futuro. Habían prometido tantos futuros que cuando los hemos conocido se ha derrumbado todo. ¿Cuánto se ha cumplido de los objetivos del milenio del año 2000?, y ahora vienen los Objetivos del Desarrollo Sostenible. Ya no creeremos más, el chantaje a que se somete a la ciudadanía es tan cruel como insidioso.

Por un momento Sancho Panza se ilusionó con lo que habría de venir, con las riquezas prometidas, con la ínsula Barataria. Dejó su apego a lo inmediato, a aquello que palpándolo le daba seguridad. Tal vez a nosotros nos quede el mismo futuro que a Sancho.


*Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 23/10/2015.

sábado, 24 de octubre de 2015

Ya está bien de la educación utilizada como arma política e ideológica*

Mi entrevista para la plataforma de acción ciudadana "Sincronía. Una Sola Humanidad", publicada en la sección 'Voces'.

¿Crees que nuestro sistema educativo cumple las funciones y objetivos de la sociedad del siglo XXI?
Si analizamos los principios y finalidades en que se sustenta nuestro sistema educativo, establecidos en la actual ley orgánica y en las otras leyes que se han publicado en los últimos veinticinco años, cabría decir que sí contempla los objetivos de la sociedad del siglo XXI. Tales principios bienintencionados dotan a las leyes de un halo de mesianismo y redención. Pero hay una realidad que parece desmentirlo. La implementación de los mismos ya nos dice lo contrario. En ocasiones la escuela está tan alejada de la realidad que impide poder cumplir las funciones y objetivos que una sociedad tan cambiante le reclama.
Hemos de tener en cuenta que una gran parte los saberes y conocimientos están fuera de la escuela, por lo que ha dejado de ser esa institución secular de la que emanaba todo. De modo que la escuela debe estar abierta a lo que le rodea, y esto no siempre ocurre, a pesar de que haya postulados en la ley que sí hablen de ello. Esa falta de sintonía entre las palabras y la realidad es la que no ha permitido casi nunca un desarrollo pleno del sistema educativo en nuestro país, ni ha favorecido que la escuela se muestre como una institución dinámica y conectada con la sociedad.
Por otro lado, uno de los objetivos de la sociedad es que el sistema educativo forme ciudadanos activos y plenamente integrados, y esto no siempre se consigue, muchas veces por razones que exceden del ámbito escolar, y otras porque tampoco le acompaña la otra parte responsable de la educación: la propia sociedad.

Desde tu experiencia personal, ¿cuáles son los principales problemas de la educación en nuestro país?
No recuerdo un momento en estos años de democracia en el que no se haya hablado de los problemas de la educación en nuestro país, y tampoco he visto el momento en que realmente se hayan puesto las bases para solucionarlos convenientemente. Digo esto, entre otras cosas, porque me da la impresión de que los problemas en educación desde que dimos el salto a la democracia se eternizan, sin que hayamos puesto los medios para su resolución, y a veces haciendo actuaciones tan onerosas como baldías. Cuando yo experimentaba en los años ochenta y noventa en el ámbito educativo lo hacía convencido de que íbamos a impulsar la mejor educación posible. Pasado el tiempo los discursos que entonces nos valían para todo ese proceso innovador he visto cómo se repetían una y otra vez, cómo los argumentarios volvían a ser los mismos y cómo seguíamos hablando de los mismos problemas que en aquel tiempo tratábamos de encauzar. Acaso esto sea parte de nuestro fracaso colectivo.
En una primera aproximación a esos problemas destacaría la intromisión excesiva de la política en la educación, utilizada ésta como arma política y estando secuestrada y sometida a los intereses políticos. Pero no me olvidaría tampoco de la formación inicial y permanente del profesorado, o del bajo nivel que se aprecia en los modelos de formación imperantes actualmente en la Universidad y en la red de formación permanente promovida desde las administraciones públicas. Una de los claves que se barajan en el sistema para alcanzar un buen nivel educativo es que aquello que los docentes hacen en el aula es lo que marca la diferencia en los resultados de aprendizaje de los alumnos. Y así podríamos hablar de algunos problemas más: la escasa autonomía de los centros, el poco respeto a la labor del profesorado, la sofocante burocracia en los centros o la escasa participación y colaboración efectiva de las familias en la educación de sus hijos. Como vemos, problemas viejos para tiempos nuevos.

¿Cuáles son los retos educativos del siglo XXI y qué respuesta exigen?
Cada sociedad busca con la educación formar a mejores ciudadanos, como personas y como individuos cualificados. Los retos educativos deben orientarse en ese sentido. Pensar exclusivamente en que la educación debe estar al servicio del desarrollo económico, independientemente de que su cometido sea también proporcionar una buena cualificación profesional, es un planteamiento muy parcial que no se corresponde con lo que debemos concebir como educación. La Europa de hoy está forzando a los sistemas educativos a pensar en términos de economía por encima de planteamientos que miren más a la persona en su conjunto. Atrás parece haber quedado aquella propuesta que Jacques Delors resumió en La educación encierra un tesoro, un planteamiento educativo que mucho me temo ha sido postergado en una alta proporción en este inicio del siglo XXI. Pensar menos en la formación de las personas como ciudadanos y más como individuos productores nos proporciona solo una respuesta meramente mecanicista a los retos educativos que cada día tiene que afrontar la escuela.
Los retos educativos del siglo XXI pienso que son los mismos que antes de la llegada del nuevo siglo: educar a mejores ciudadanos. Si bien, es obvio, que no podríamos olvidarnos de las exigencias de este tiempo, como ocurre por ejemplo con la revolución de las nuevas tecnologías. Pero el ser humano debe estar por encima de todo. Si miramos lo que acontece en el mundo a nuestro alrededor me reafirmo mucho más en ello. Es lamentable observar cómo, a pesar de los esfuerzos realizados desde el sistema educativo, la sociedad sigue teniendo altas cotas de insolidaridad, violencia, actitudes incívicas, violencia de género, desatención del medio ambiente… ¿De qué ha servido en la educación potenciar en varias generaciones valores interculturales, de igualdad de sexos, de respeto al entorno…? Creo que la escuela se ha topado siempre con el peor enemigo que tiene: el mal ejemplo de la sociedad. La misma sociedad que curiosamente acude a ella para que le solvente los problemas de violencia de género, educación vial, respeto medioambiental, etc.
¿Los retos educativos?, la escuela debe seguir volcándose en formar a mejores ciudadanos, mejores personas, individuos que hagan una sociedad más justa, lo cual no es óbice para que su formación como profesionales alcance el mayor nivel de excelencia que sea factible. Ésa es la repuesta que tiene que seguir dando la escuela, al tiempo que mostrar su rebeldía frente a la falta de consideración que la sociedad tiene hacia ella.

¿Hacia qué modelo educativo debemos ir?
En la sociedad del siglo XXI el modelo educativo tiene que configurarse como algo versátil y dinámico, la respuesta a las necesidades de una sociedad cambiante empuja a que la educación esté dotada de los mecanismos suficientes para atender dicha demanda. Dicho esto, que puede sonar a respuesta de manual, sí quiero precisar algunas cosas. El modelo educativo al que debemos tender es aquel que no olvide que su cometido es la formación de personas en todas sus variables, en el que los valores, la ética y la moral son elementos fundamentales en la formación. Educar a personas libres, críticas y con capacidad para ser ciudadanos activos. Sin ello, cualquier modelo educativo perdería la consistencia teórica para aspirar a la consolidación y transformación de una sociedad. La educación pasaría a ser mera instrucción, y para eso puede servir cualquier otra institución, pero no la escuela.
El modelo educativo tampoco puede concebirse como un instrumento exclusivo del modelo económico, de modo que arrastre toda su actividad a dar respuesta a los requerimientos de una economía con intereses meramente centrados en la cuenta de resultados. Sabemos que ésta es una de las presiones que hoy soporta el sistema educativo, y no es que la preparación profesional no forme parte de su cometido, pero la educación es una actividad tan llena de matices, con relaciones interpersonales tan enriquecedoras, que no todo es que nuestros alumnos se conviertan en magníficos emprendedores, como parece que está de moda en el discurso imperante. En estos términos, prefiero que nuestros jóvenes sean mejores emprendedores de sus proyectos vitales, de sus trayectorias personales y de sus relaciones interpersonales.

¿La aplicación de las llamadas nuevas tecnologías es la adecuada en nuestros centros escolares?
En los años que llevamos de siglo, en los que se han promovido iniciativas en este sentido, hemos observado un alto porcentaje de fracaso en la aplicación de las nuevas tecnologías en la educación, quizás porque antes no dimos el impulso necesario para alfabetizar digitalmente a la sociedad, es decir, a los padres de los niños. Malas experiencias ha habido: aquello de los portátiles para cada niño acabó como el rosario de la aurora. Durante estos años se ha producido un esfuerzo en dotación de medios a la escuela y una irreflexiva incorporación de las TIC al currículo y su implementación en la práctica diaria del aula; además de los portátiles se han dotado a los centros de aulas informáticas, instalado pizarras digitales en las aulas…, pero la práctica docente adolece de una mayor implicación en este sentido. Somos prisioneros del libro de texto, y la tendencia como vemos cada inicio de curso no es fácil alterarla.
La formación inicial y permanente del profesorado no es la adecuada para favorecer esto. Cuesta trabajo que el profesorado vea, o tampoco se le facilita, que él puede ser el protagonista en la elaboración de materiales, en configurar el diseño curricular en el aula utilizando las múltiples ventajas que hoy ofrecen las TIC, y sigue dependiendo mucho del libro de texto, de las actividades de lápiz y papel. No hemos conseguido que la innovación que suponen las TIC en el desarrollo curricular alcance la notoriedad y las ventajas que con toda probabilidad tienen en la práctica de aula y más allá de ella. La aplicación de las TIC requiere una reflexión profunda por parte de todos.

Hemos tenido siete leyes de educación desde la transición democrática ¿Cómo afecta eso a la calidad de la enseñanza?
Hace tiempo escribí que la educación fue la gran olvidada en los Pactos de la Moncloa de 1977. A partir de ahí, la educación se dejó en manos del capricho del gobierno de turno. La trayectoria de la educación en España, en los casi cuarenta años transcurridos desde aquel acontecimiento, corrobora que no se dio el mejor paso.
La educación necesita estabilidad, el trabajo en el aula necesita tranquilidad, no se puede estar cuestionando y alterando cada dos por tres la organización curricular, los modos de trabajar, los enfoques metodológicos, las practicas educativas. Pues bien, esto es lo que ha venido ocurriendo en todo este tiempo. No niego que es necesario introducir cambios e innovaciones, pero con frecuencia se ha abusado de ello y sin mucho criterio, sin pensar en el trabajo del aula o en la práctica docente.
Soy el primero en entender que la sociedad evoluciona, que la escuela se tiene que adaptar a los cambios, que el profesorado tiene que impulsar su formación permanente, que los alumnos cambian y no podemos obviar esta cuestión, pero de ahí a provocar continuos cambios terminológicos y sus enfoques respectivos (objetivos operativos, capacidades, competencias…) como si el trabajo que hubiéramos realizado unos meses antes ya no tuviese validez, por esa estúpida obsesión innovadora, hay un abismo, que es el que está llevando a la escuela y a los docentes a una desconfianza total hacia todo lo que llega nuevo. De ahí que con siete leyes educativas parezca que nunca hemos dado en la tecla para alcanzar la estabilidad y la coherencia que la educación requiere. Demasiadas rupturas, demasiados intereses ideológicos y políticos, y demasiados cambios innecesarios, a veces tan incoherentes y confusos como absurdos.
A veces he llegado a pensar que hemos sido demasiado torpes en este país, o demasiado malintencionados mirando sólo nuestros intereses de grupo, pensando más en las ocurrencias y en dejar nuestra huella para la posteridad que verdaderamente en la educación. La prueba es que no hemos sido capaces de arbitrar un sistema educativo en el que quepamos todos, con ideologías y pensamientos educativos dispares.
Es indudable que todos los sectores de la comunidad educativa se ven continuamente desconcertados por los continuos cambios, pero especialmente el profesorado, que no es que tenga que adaptarse a los nuevos tiempos es que se ve afectado por un galimatías terminológico que más que aclarar confunde, todo ello en detrimento de una mejor calidad educativa. La estabilidad y el sosiego que requiere la educación, el trabajo sereno en el aula y, algo importante, la ilusión del profesorado se han visto tan afectados que hoy es difícil encontrar a un agente de cambio como son los docentes suficientemente motivado; no obstante, es cierto que los hay, a pesar de todo y afortunadamente para el sistema, venciendo tantos imponderables. Pero de todo esto parecen no darse cuenta los políticos, o sí y no les interesa, y no reparan en el daño que se está provocando a la educación con ese baile legislativo de reformas.

¿Hasta qué punto es importante lograr un consenso educativo? ¿Es posible ese consenso?
Me van a perdonar, pero soy muy escéptico al respeto de alcanzar ese consenso, y no es que no desee que se alcance, pero la experiencia profesional y política me lleva a pensar de este modo. Durante años llevo hablando de la necesidad de consenso y la urgencia de alcanzar un pacto educativo en nuestro país… Soy el primero que lo demando, pero hay una realidad turbia e ingrata en los partidos políticos que no deja hacer, impidiendo encontrar la línea necesaria e idónea para una mejora de la educación en España. Y si alguien lo intenta, como hizo Gabilondo hace cinco años, ya habrá quien en la oposición política ponga trabas, e incluso en el mismo seno de la propia organización política.
El consenso político, en caso de alcanzarse, sería una bendición para la educación en España. Le imprimirá el impulso y la calma que tanto necesita. Ya está bien de la educación utilizada como arma política e ideológica, o como instrumento para intereses particulares de poderes fácticos o lobbies, o como herramienta para la defensa de una lengua…
¿Es posible el consenso?, siempre guardo unas gotas de optimismo dentro de mí, a pesar de la tozudez de los hechos, y si hay muchos hombros que empujen es posible que lo alcancemos; si hay muchas voces que clamen, quizás puedan vencer el autismo en que se zambulle la política en este asunto. Si realmente se colara el amor por la educación en el seno de los partidos políticos, tal vez se alcanzaría. El pacto educativo no tiene más que un camino: el que impone una escuela democrática en una sociedad democrática, laica y mirando hacia valores éticos y democráticos.

¿Cuáles son los principales problemas para alcanzar un pacto de Estado en Educación?
El principal problema viene de la política y adláteres. En mis contactos con miembros de comunidades educativas: padres, profesorado, sectores afines a la educación, etc., solo he encontrado unanimidad en cuanto al deseo de alcanzar un pacto de Estado en educación. Estoy convencido que si realizáramos una encuesta a la población en general, arrojaría un porcentaje elevadísimo a favor de ello. Pero si preguntáramos a partidos políticos, sindicatos o grupos fácticos relacionados con la educación, de cara al exterior mostrarían un discurso en el que nunca dirían estar en contra, pero en su ámbito interno pondrían mil inconvenientes de estrategia política o de intereses de partido para que llegara a alcanzarse. Los principales enemigos de un pacto educativo son los políticos, la intromisión de poderes facticos, los activos políticos al servicio de intereses particulares o de grupos de presión. Eso es lo que nos han demostrado con su táctica de educación secuestrada en treinta y cinco años de democracia. Si amarán la educación realmente todo sería diferente.

¿Qué líneas generales debería abarcar un debate social sobre el futuro sistema educativo?
Los principios y las finalidades de la educación se han ido repitiendo reforma tras reforma y nadie ha puesto objeciones a ello. La equidad, la igualdad de oportunidades, la diversidad… están más que asumidos por la educación en España; sin embargo, los aspectos esenciales para su funcionamiento: la formación del profesorado, la financiación, los aspectos metodológicos, la organización escolar, el trabajo en el aula, se han dejado como algo meramente de andar por casa. Es a lo que menos atención se ha prestado, a pesar de que parezca a veces lo contrario. Y no es en la letra de las grandes leyes, ni en los discursos grandilocuentes de los responsables políticos de la educación donde está la garantía de éxito, sino en el trabajo en la escuela y en el aula. Sin esta perspectiva, sin tener en cuenta la esencia de lo que es el proceso educativo en los centros nunca avanzaremos. Y eso se ha olvidado con demasiada frecuencia.
El debate sobre la educación, asumidos los grandes principios y postulados, cabría formularlo en una doble vertiente: la técnica y la social. Para la primera, la reflexión debe producirse en el seno de la propia escuela, con los artífices de la educación en ella. La segunda debe tener a toda la comunidad educativa como partícipe, pero teniendo en cuenta que debe hacerse con un compromiso de responsabilidades asumidas. Sin embargo, si observamos los focos en los que se concentra el debate social nada tienen que ver con la educación en sí, ni con el hecho educativo, por el contrario el debate se deriva hacia la presencia o no de la religión en la escuela y el alcance de su evaluación, por educación para la ciudadanía sí o no, o si en comunidades con lengua propia el idioma predominante en el aula ha de ser más o menos que el castellano, y otras cuestiones que no vienen más que a enrarecer el ambiente en la escuela y a involucrarla en tensiones innecesarias.

¿Cuál debe ser el papel de los padres en el proceso educativo?
Según el grado de respeto que una sociedad le tenga a la escuela así será la relevancia que esta tenga en la educación de un país. Pidámosle a las familias respecto a la escuela y, si se logra, habremos conseguido que las nuevas generaciones la sientan como suya. Yo quiero unos padres involucrados en la educación de sus hijos, como no puede ser de otra manera, colaboradores con la educación que se imparte en los centros, atentos al proceso educativo de sus hijos, respetuosos con los centros, el profesorado y el trabajo que estos realizan, ejemplo para sus hijos hacia la escuela y lo que ella significa. Que la escuela sea el templo sagrado en torno al cual gire una comunidad. Que los padres no le endosen a la escuela los problemas que no son capaces de solucionar en su casa, sin menoscabo del apoyo que aquélla ha de prestar a la familia.
La colaboración de los padres es crucial en el proceso educativo. Recuerdo que en mi libro sobre la función tutorial, al hablar del tutor y las familias, decía algo así como que unas relaciones fluidas familia y escuela siempre favorecerán dinámicas que ayuden a encontrar acciones conjuntas para la resolución de conflictos o el tratamiento de deficiencias que requieran la colaboración mutua. Todo ello a favor del proceso educativo y la educación de los que son el centro de todo el sistema educativo: niños y jóvenes.

¿Qué papel deben asumir los educadores en un nuevo sistema educativo?
Para mí los educadores, los docentes, son el principal agente de transformación de la educación, y sin embargo son a los que peor se ha tratado en todos estos años, habiendo sido ninguneados en las sucesivas reformas educativas. Aquel profesorado ilusionado de los años ochenta del siglo pasado, cuando se aspiraba a construir una educación para la democracia que habíamos conquistado, es hoy un profesorado desencantado, falto de ilusión, hastiado por la deriva que se ha impulsado por los sucesivos gobiernos en los últimos veinticinco años. En aquellos años el profesorado se sentía protagonista de la educación, hoy se ve como una marioneta a la que le mueven los hilos. Su motivación es uno de los grandes retos que debería plantearse la política educativa, sin menoscabo de la rendición de cuentas que se les deba pedir por su labor profesional.
Si el docente es el artífice principal del cambio, debe ser el protagonista de su desarrollo profesional y, por tanto, el que ejerza ese papel de garante de los procesos educativos de los alumnos. Los nuevos aires que trae la LOMCE hacen del docente una pieza más en una correa de transmisión, se le dan las pautas para el desarrollo de las competencias clave, se le ofrecen herramientas programáticas para diseñar niveles de competencia en el alumnado, las áreas, las tareas, y se le deja menos margen de maniobra para que sea él quien tome iniciativas. No es éste el docente al que yo aspiro. Para mí quiero que a su formación una su compromiso, aunque el camino sea largo y no todos lo aguanten, y tenga un talante cooperativo, donde el trabajo en equipo deje de ser una proclama que recoge una ley o un decreto y se convierta en una realidad. La complejidad de la educación no puede abordarse desde la individualidad y nuestros alumnos necesitan múltiples respuestas que no son patrimonio de una sola persona.

Si alguien desea verla en la página web, aquí os dejo el enlace:
http://www.sincronia.org/voces/antonio-lara-ramos/

viernes, 9 de octubre de 2015

ANTONIO LARA RAMOS: Un soñador que imagina historias que plasmar en papel*

A veces las palabras son más sabrosas que el bocado de pan que se lleva a la boca. El escritor imagina, indaga, escucha... historias a las que dota de entidad a través de unas simples letras que unidas constituyen un sustento imprescindible para el que espera con esmero su fruto: el lector se alimenta de ese manjar que otro cocina. Ambos, autor y lector, quedan conectados por una línea invisible que alimenta sus espíritus. Antonio Lara Ramos necesita las palabras; se siente atrapado en los dulces brazos de la Literatura acariciado por los suaves bucles de las palabras transcritas que dan salida al cauce desbordante de su imaginación. Él disfruta escribiendo; nosotros, sus lectores, leyendo. Una simbiosis perfecta.

Encantada de charlar con usted. ¿Qué tal, Antonio?
Encantado de poder hablar con vosotros y agradecido por la oportunidad que me brindáis de asomarme a Guadix y su comarca a través de vuestra revista. Para mí es una satisfacción volver siempre a Guadix, tierra a la que considero mía, la he mirado tanto y he profundizado tanto en mis escritos, que inevitablemente está ligada a mí sin remedio.

Imagínese que está usted en una entrevista de trabajo y le preguntan ¿cómo se ve usted a sí mismo? Su respuesta sería…
Es difícil definirse a uno mismo sin caer en la autocomplacencia. Pero como suelo ser crítico conmigo mismo, puedo decir que no me voy a prodigar en vanos halagos. Me considero un trabajador nato, siempre he estado ocupado con algo, en lo profesional o con proyectos personales. Me sublevo ante la injusticia, la falsedad y la impostura, y me gusta reflexionar sobre los acontecimientos que nos rodean. Soy soñador y, tal vez por eso, imagino tantas historias que luego busco plasmar en papel.

¿Qué significa para usted escribir?
Para mí significa una manera de vivir, una forma de expresar lo que pienso sobre la vida, un modo de aprender a interpretar el mundo y un medio para comunicarme con los demás. Siempre tiene uno la necesidad de compartir con otros las inquietudes, las emociones, los anhelos…, y en la escritura es donde encuentro la mejor forma de hacerlo.

¿Qué busca Antonio Lara en la escritura?
Busco el aliento que justifique muchas cosas de mi vida, reencontrarme conmigo mismo y tratar de buscar explicaciones a cosas que quizás no sabría hacerlo de otra manera. Cuando escribo me envuelvo en mundos imaginados que no distan mucho de la propia realidad que me rodea. La escritura me ayuda a interpretar la vida para hacerla más entendible a mí mismo y acaso también para los demás.

¿Qué encuentra cuando escribe?
Lo que a veces no soy capaz de descubrir cuando camino por la calle, cuando hablo con la gente, cuando veo o escucho las noticias del mundo en los medios de comunicación. Encuentro esa mirada que cala más a fondo en nosotros mismos, y que desentraña la miseria y la grandeza del ser humano. Aprecio a veces cómo las cosas no son lo que parecen y la complejidad que esconden, eso que está más allá de la propia apariencia. Y encuentro, desde luego, una satisfacción personal que compensa muchos malos ratos.

¿Lo mejor de sí mismo se despliega cuando escribe?
No sé si lo mejor de mí mismo, pero lo cierto es que me entrego a la escritura con todas mis facultades alerta, poniendo toda la sabiduría de que soy capaz. No entiendo de otro modo el ejercicio de la escritura, es como si me viera igual que el niño que da sus primeros pasos en el aprendizaje de la escritura y lo ves cómo pone toda su atención en ir dibujando las grafías y cómo su cabeza se mueve al compás de la impericia de su mano.

¿Escribir siempre implica aprender?
Continuamente. El ejercicio de escribir comporta un aprendizaje continuo, a cada paso descubres la fascinación de lo nuevo, de lo que hasta ese momento era como algo ajeno a ti o que ni siquiera habías experimentado, pero también las otras miradas que se te habían pasado desapercibidas cuando escribiste algo que considerabas ya definitivo.

Su segunda novela ya publicada, La noche que no tenía final. Antonio, ¿la noche no tiene final?
Las historias nunca acaban, trascienden más allá de la última palabra del libro. En mi caso, la noche representa esa dimensión de nuestro ciclo vital donde se concentra lo misterioso, la otra visión que tenemos de las cosas, los otros ángulos de la realidad que la luz del día no nos permite ver. Hay misterio, hay catarsis, hay una especie de reparación de lo que en el día nos agobia, como una noche de San Juan en la que se produce un tránsito que purifica lo malo. Esta noche que aquí presento se hace tan larga, tan llena de vida, que es difícil encontrarle el final.

¿Por qué este título?
Porque la noche es la compañera de mis personajes a lo largo de la novela. Una auténtica odisea nocturna, sumida en la oscuridad que, sin embargo, tanto les ilumina y que se disipará con las primeras luces del día, como si se esfumara el encanto de la historia. La palabra noche entendía que debía aparecer en el título sin más remedio, pero había que añadirle algo más, algo que definiera la dimensión de esa noche, y como si la historia que se narra en la novela tuviera continuidad más allá de la luz que inevitablemente se adueñaría de la noche, era obvio que tal noche no podría tener final. Lo ocurrido durante ella se prolongaría inevitablemente como parte sustancial de la vida de los personajes.

¿Cuál es el trasfondo de actualidad en que se desenvuelve la trama?
La novela es una historia que ocurre en nuestros días, con alusiones a temas que están a la orden de lo que vemos a diario. Pero también es una historia donde se encierran los valores universales que son la esencia del ser humano. Yo entiendo la novela, entre otras cosas, como una especie de balada nocturna en la que se manifiesta un alegato contra la trata de blancas, esa cruda realidad que nos rodea y que no tiene la visibilidad que su gravedad contiene. La trata de blancas no es un asunto de países lejanos, ni de países poco desarrollados, está en nuestro primer mundo, cerca de nosotros, e ineludiblemente aguijonea nuestras conciencias. Los medios de comunicación nos proporcionan de cuando en cuando noticias de chicas que han sido captadas en distintos país por las mafias y que ejercen la prostitución en régimen de esclavitud encubierta, en establecimientos o clubes que están en nuestras ciudades o pueblos, o en la carretera por la que transitamos. Es lo que le ocurre a Doina, nuestra protagonista, una chica rumana que es engañada por compatriotas para venir a España a un trabajo legal de asistenta de hogar y que cuando llega se encuentra con un infierno.

Se adentra usted en una temática de muy cruda realidad, ¿qué tipo de personajes pueblan “La noche…”?
En esta novela se concentran muchas realidades que están muy cerca de nosotros en la vida diaria. Unas, en nuestras calles; otras, en nuestro mundo. En la novela aparecen distintos personajes que son como el espejo donde nos vemos reflejados. En esta noche se concentra todo un universo humano de tipos distintos, el encuentro de individuos dispares que comparten el destino en una aventura entre la pesadilla y lo onírico para hacer aflorar lo mejor del ser humano. Al protagonista, Álvaro Arroyo, le acompañan Jerónimo, un vagabundo sabio y desencantado de la vida, sin más horizonte que la supervivencia; Andrés, alcohólico, en el que se ha cebado la desgracia, y al que le duelen más las penalidades del alma que la precariedad que lo envuelve; y, sobre todo, Doina, el alter ego de quien había representado el único y gran amor en la vida de Álvaro Arroyo.

¿Por qué esta novela? ¿Cuál fue la chispa que dio lugar a la idea inicial?
Las novelas responden a la necesidad de contar una historia que bien ha sido meditada durante años, o bien surge como consecuencia de un hecho o una acción que te ha llamado la atención. La renta del dolor, mi anterior novela, surgió de la primera forma, La noche que no tenía final surge de la segunda. Hace más de cinco años ocurrió un hecho cercano a mí, le ocurrió concretamente a mi hijo, fue una de esas situaciones infrecuentes. En un viaje en tren en el que debía coger dos trenes, se encontró con que una vez sentado en el segundo tren el billete que tenía no era válido, pues la fecha correspondía al día anterior, y hubo de bajarse del tren a medianoche en una ciudad desconocida. El panorama que se le abrió a las doce y pico de la noche fue de incertidumbre total. Y así fue cómo esta situación me sirvió de excusa para desplegar la aventura nocturna de Álvaro Arroyo en La noche, al que no sólo se le abre la incertidumbre de llegar de noche a una ciudad desconocida, sino también un abismo existencial.

Es usted un apasionado de la literatura, ¿se siente usted influenciado por algún autor o autores?
La lectura alimenta sin duda a un escritor. Leer la buena literaria y a los grandes te permite aprender mucho, pero leer los malos textos, también. De todos se aprende. Unos, porque te abren horizontes fantásticos; los otros, porque te enseñan caminos que no debes seguir. Yo me he alimentado mucho de William Faulkner y esa forma magistral de unir los sueños y la realidad, o de Juan Marsé, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Juan Carlos Onetti…, todos me han enseñado mucho.

Un escritor escribe para ser leído, ¿qué ofrece de especial esta novela al lector?
Hace un par de meses, en la presentación de la novela en otra ciudad, un asistente me dijo que había dejado de leer, pues no encontraba obras que le despertaran las emociones. Hará sólo unos días me escribió diciendo: “Has conseguido que un desertor de la lectura te lea”. Quizá sea esto lo que ofrece de especial esta novela, que despierta las emociones del lector, que no le deja indiferente a la incertidumbre que se le abre a nuestros personajes cuando tienen que afrontar situaciones donde han perdido referencias vitales, convicciones, asideros morales, y deben enfrentar los retos sin todo aquello que hasta ahora era su asidero emocional. Pero seguro que también ofrece un rato de lectura agradable y la sugestión de una historia que, aparte de atraparle, le hará meditar sobre muchas cosas de nosotros mismos.

Es difícil que un escritor se decante por alguno de sus hijos literarios, pero ¿cuál sería su personaje especial?
Matilde Santos me llenó mucho como persona en La renta del dolor. Pero en esta novela que nos ocupa, el personaje de Jerónimo Cienfuegos me parece excepcional. Alguien que deja una vida de confort y de posición social de prestigio para irse a vivir a la calle como un vagabundo, y todo por ese amor que se ausenta en su vida, me parece la decisión de una persona fascinante. Jerónimo es un hombre culto, sabio, con ideales, con una visión de la vida que le hace estar fuera de todas esas cuitas que la embrollan, dotado de azares y afanes quijotescos. Hay mucho de Quijano en este Jerónimo, incluso en las maneras en que se expresa.

¿Se siente usted identificado con alguno?
No exactamente, aunque parece que en cada uno de ellos pones un poco de ti mismo. A veces ha ocurrido que lectores que te conocen personalmente tratan de identificarte con alguno de ellos. He tratado de darle a cada personaje la dimensión que él requiere, hacerlo autónomo y singular. Quizás ese aire quijotesco de Jerónimo pueda estar un poco en mí mismo también.

¿Qué hay de ellos en usted o usted en ellos?
Ellos y yo somos como una gran familia que compartimos vicisitudes e infortunios. Y como familiares puede que también compartamos rasgos de la personalidad y el carácter. Siempre hay algo de uno mismo en los personajes, a veces ellos dicen lo que uno no se atreve a decir o dice de otro modo.

¿Se siente satisfecho con la acogida que ha tenido La noche que no tenía final?
La mayor satisfacción es la que recibo de los lectores que ya la han leído y me comentan el buen rato de lectura que han pasado o cómo les ha enganchado la historia, de modo que han estado deseando encontrar el momento del día para seguir leyendo la novela. Ahora estamos en plena difusión de la obra, llevándola a muchos lugares, y allí donde hemos estado siempre nos hemos sentido muy arropados por numerosos asistentes.

Novela, ensayo, investigación… ¿podría definir en pocas palabras el conjunto de su obra?
Mi obra es la conjunción de temáticas muy variadas de alguien imbuido por una gran curiosidad, y que procura hacer uso en cada caso del registro escrito más pertinente. Toda mi obra gira en torno al interés por el hombre, de cualquier tiempo, y por la sociedad que ha construido.

Hombre polifacético que ¿se siente atrapado por la literatura?
Plenamente atrapado por la literatura. Es cierto que me apasiona la investigación histórica, a la que he dedicado mucho tiempo en los archivos de Guadix, como también la reflexión sobre temas de actualidad, sobre todo conectados con mi faceta profesional educativa, pero en esta etapa de mi vida es a la literatura a la dedico más tiempo.

Muchas gracias por concederme unos momentos. Pronto nos veremos en la presentación de su novela en Guadix, mientras tanto, ¿quiere añadir algo más?
Agradecer a Wadias esta oportunidad que me brinda para contar a los lectores algunos de los recovecos que se encuentran en la historia que contiene esta larga noche sinfín y, de camino, que conozcan un poco más al autor. Y asimismo desear una feliz lectura para todos los que se acerquen a La noche que no tenía final, donde espero que descubran ese guiño que le lanzo en la novela a la ciudad de Guadix.

* Entrevista en Wadi-as Información, 3-9/10/2015.

lunes, 5 de octubre de 2015

TODO LO QUE YA NOS SOBRA*

Los paseos matutinos por el centro de Granada me ayudan a comprender que todavía hay cosas que no se pueden perder, que siempre las hemos tenido ahí y merece la pena su disfrute. La bronca en la vida pública intoxica tanto que me hace refugiarme no solo en la soledad, también en el sereno cobijo de piedras centenarias, hasta preguntarme a veces si serán ajenas al excitado discurrir del mundo que ahora las acompaña. En La catedral, de Blasco Ibáñez, las piedras catedralicias de Toledo se convierten en refugio del agitador Gabriel Luna, abrumado por las adversidades que han fustigado su vida, a la vez que testigos de la rebeldía que va inoculando en los que escuchan sus arengas frente a la injusticia social que les rodea.

Indignarse es una actitud loable, pero rebelarse contra lo que uno considera reprobable, injusto y degradante es dar un paso más. El actual panorama nacional no anima a pensar en el cambio ético y moral que tanto necesita esta sociedad. Los partidos nuevos han caído en la red tejida por los veteranos y se comportan como ellos: instalados en diálogos sordos y guerras tribales. El ciudadano parece no contar para nadie, aunque sea la excusa perfecta para cualquier soflama. Los mensajes se han acomodado y las maleadas reglas de hacer política, que tanto daño nos han hecho en este último periodo, perviven. La revuelta social ha quedado en una débil expresión de disconformidad, mientras una gran masa de población espera cautiva el maná de la recuperación económica para volver a acomodarse.

La sociedad de las prisas que hemos construido es la antítesis de la calma, el sosiego y la pausa que penetra por nuestros poros en un paseo por la ciudad antigua. En ella el tiempo se ve como suspendido, tan quieto que se deja acariciar. La vorágine de la política y sus intereses, por el contrario, parecen no dejar tregua para recobrar el aliento, todo va demasiado rápido, al ritmo que interesa a unos pocos, pero lejos del que conviene a la sociedad. Somos prisioneros de un tiempo que no controlamos. No ha habido más que saturar al país con procesos electorales en este año para que los discursos de los partidos nuevos y veteranos se uniformicen y las posiciones defendidas en torno a la ciudadanía activa hayan quedado desactivadas por la búsqueda de un puñado de escaños.

Pasado el vendaval de las elecciones catalanas pronto vendrán las generales. El país sigue paralizado, pendiente de disputas y broncas, y aunque a veces me amparo en los libros y en mis escritos, como remedio para alcanzar el reposo y la desintoxicación, algo me rebela, y es tanto lo que me enerva que no estoy dispuesto a silenciar mi pluma: a este país le están sobrando muchos disparates, mucho relato inconsistente y demasiadas propuestas triviales y de escaparate. Las ideas se han agotado en los partidos políticos, sus discursos están llenos de propaganda y falsas promesas. Creen que todo es ofrecer novedades, sin dejar apreciar y valorar lo ya conseguido, abusan de la obsolescencia de lo cualificado, como si siguieran la regla de la industria de los electrodomésticos.

La política no es miserable, la hacen miserable los miserables. Tampoco creemos que sea el reflejo de la sociedad, si así lo fuera no tendríamos cura alguna. Sus males y dolencias, algunos tan nocivos que rayan la metástasis, tienen remedio: desterrar las prácticas que nos han conducido a la hecatombe moral. En La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza, Onofre Bouvila se hizo inmensamente rico en aquella Barcelona de las oportunidades, la especulación y la extorsión de finales del siglo XIX. Encontró un camino fácil en una ciudad que se expansionaba urbanísticamente tras la Exposición Universal de 1888. Le sonrió siempre la fortuna utilizando las malas artes, actuó sin ética ni moral, y su dinero le abrió puertas y honores. Casi al final de sus días meditaba: “Yo creía que siendo malo tendría el mundo en mis manos y sin embargo me equivocaba: el mundo es peor que yo”.

La realidad de los últimos años nos ha traído la pérdida infame de derechos sociales e individuales, el deteriorado de las condiciones de vida de una masa ingente de población, se ha practicado la financiación ilegal de partidos a través de tramas fraudulentas y pagos de empresas, los sueldos en bancos y compañías han sido tan alarmantes como indignantes y con pensiones vitalicias escandalosas; algunos políticos privatizaban empresas públicas y luego ingresaban en sus consejos de administración. La política ha servido a muchos para enriquecerse, utilizándola como plataforma de negocio personal: han cobrado varios sueldos o sobresueldos, y perciben pensiones vitalicias y otras prebendas. Y todo en un país con una población tan maltratada por la crisis y la acción de gobierno, y donde se está pasando hambre y privaciones.

Todo esto es lo que queremos cambiar: hacer otra política más allá del insulto, de la palabra descalificadora como único argumento, de la intoxicación verbal que debilita la razón del ciudadano, de las medias verdades del cretino público. La corrupción, la impostura, la deslealtad hacia los ciudadanos, el uso espurio de las instituciones, la utilización de las posiciones para prebendas personales…, todo lo que nos ha indignado estos años, lo que no está ungido por la vitola de los derechos y libertades de los ciudadanos, todo esto es lo que ya nos sobra.

Mis pasos seguirán cada mañana la senda de calles atiborradas de siglos que parecen no inmutarse ante tanto desatino. Las dejaré que guíen mis pasos vacilantes, que su quietud me haga sentir la necesidad de alzar la voz. Aunque ellas no se solivianten, como si despreciaran el tiempo, yo sí me enervaré y buscaré el tiempo robado tan desesperadamente como el conejo de Lewis Carroll.

*Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 04/10/2015.