lunes, 20 de abril de 2015

RAYMOND CARR, EL INGLÉS QUE AMÓ LA HISTORIA DE ESPAÑA

Conocí a Raymond Carr en 1991 con motivo del II Congreso de Historia de Andalucía que se celebró en Córdoba. Aquel era un tiempo en el que la comunidad científica histórica de Andalucía buscaba impulsar la investigación y el conocimiento sobre la realidad histórica de nuestra región.

Hasta esa ciudad había ido yo con la ilusión del novato para presentar una comunicación al congreso: “Bienes Propios y financiación de los ayuntamientos: aproximación al caso de Las Cabezas de San Juan (1750-1880)”. En esta localidad sevillana había pasado dos cursos académicos como maestro en uno de sus colegios, dos años que aproveché para investigar en el archivo histórico municipal durante largas tardes en las que moví montañas de papeles y legajos en un archivo, como otros muchos de entonces, que carecía de una mínima catalogación de sus fondos, aunque estuvieran colocados precariamente en honrosas estanterías metálicas. Y donde se me veía como un bicho raro solitario (acaso como un ratón de archivo) por los funcionarios y concejales que acudían de manera puntual por algún asunto.

El congreso de Córdoba supuso para mí una puesta de largo en esto de los encuentros científicos. Cuando presenté mi comunicación al pleno del congreso sentí el orgullo y el reconocimiento de mi paciente trabajo de tantas tardes. Entonces era un joven historiador que aspiraba, después de asentarme en Guadix tras mi estancia en Las Cabezas, a darle el empujón definitivo a mi tesis doctoral, tan necesitada de la misma estabilidad que yo había ansiado en los años anteriores. Pero la cita cordobesa fue también una oportunidad para sentirme como un auténtico historiador que tomaba contacto en un evento de prestigio científico.

Lo recuerdo alto, delgado, algo desgarbado, de pelo canoso, cuyo flequillo se le venía a la cara, y rostro teñido por una bruma pálida salpicada por algunas sombras enrojecidas. Fue la imagen que sellé en mi memoria el día del congreso en que llevaba entre mis manos España, 1808-1875, uno de sus libros que me había llevado junto al equipaje y la comunicación al congreso en la maleta, con la sana intención de que me lo dedicara. Al cruzarme con él y con Cuenca Toribio, director del congreso, en el rellano de la amplia escalera de subida a la primera planta de la facultad, le pedí que me escribiera unas palabras a modo de dedicatoria. Con amabilidad británica me escribió esas palabras en inglés que sentí me animaban a seguir investigando y a amar la historia como parte de la búsqueda de la verdad de nuestro mundo. Me sonrió, mientras le agradecía lo allí escrito, con una expresión que me pareció infantil, como si le iluminara su cara pálida el reflejo plateado de su cabellera.

Hoy hemos conocido la muerte de Raymond Carr, premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 1999, y volviendo la vista hacia mi biblioteca veo que ese libro que abarca casi dos siglos de la historia de España, una apretada síntesis plena de claves para su entendimiento, al que he acudido tantas veces para apuntalar algunas reflexiones en mis estudios y artículos históricos, ocupa un lugar importante en ella. Hoy es el día en que hemos perdido a uno de los grandes hispanistas, aunque él dijera que odiaba esa palabra, que tanto amó la historia de España.

* Foto de Cristóbal Manuel. 

lunes, 13 de abril de 2015

LA CIUDAD PERDIDA

Mis pasos por la ciudad cada vez me recuerdan más a los que Urania Cabral emprendía por Santo Domingo en La fiesta del chivo a su vuelta de Nueva York, sin que en los míos medie una ausencia física de décadas tan obligada, ni estén angustiados por tan abominables heridas del pasado. Mis pasos por la ciudad quizá sean parte de ese proceso natural que se potencia con los años para estimular los recuerdos del pasado infantil y juvenil.

Las ciudades son pasto de la crueldad de los hombres para con los hombres. La especulación urbanística cuando no agranda una ciudad, sino que transforma la existente, es mucho más que la eufemística pretensión de modernidad, es parte del lado destructivo que proyectamos los seres humanos sin que nos importe borrar las huellas del pasado ni se tenga la compasión con los recuerdos y añoranzas de los demás.

Matilde Santos se paseó por Granada a la vuelta del exilio en La renta del dolor buscando todo lo que había añorado durante treinta años: ecos de juegos infantiles, rincones urbanos imperecederos, olores y fragancias primaverales, sensaciones que sólo vivieron en el recuerdo…

En algunos de mis paseos por Granada, yo también añoro rincones, calles o esquinas ya desaparecidos, que una vez fueron esos espacios que albergaron mil vivencias infantiles y que ahora sólo pueden ser evocadas por una fotografía antigua o el eco añorado de los juegos de la infancia. Nunca más esos lugares los volveré a ver, desaparecieron hace mucho tiempo cuando la especulación urbanística no reparó en las personas y sí en los beneficios de la inversión.

El otro día cuando paseaba por el barrio San Lázaro vi que una de sus calles, la calle Garrido, ha quedado reducida a un corto y triste túnel bajo un edificio, ideal para micciones de borrachos, chutes de drogatas y, acaso, para un furtivo restregón lascivo de pareja.

Que ya no están los trancos de las puertas donde nos congregábamos los chiquillos para contar historias, ni las plazoletas que servían para jugar a las cuatro esquinas, ni los trazados de calles que se convertían en circuitos de carreras, es parte de esa ciudad perdida. Nada de eso existe, tan sólo nos queda lo que sea capaz de evocar la imagen desgastada de una fotografía antigua o aquello que se pueda fiar a la memoria.