viernes, 30 de diciembre de 2016

TE VAS, AÑO, TE VAS


El paso de los años está asociado a los sentimientos que nos acechan. Cuando el tiempo lo medíamos de otro modo, porque éramos tan jóvenes que todo parecía transcurrir lentamente y el futuro se emplazaba siempre para la eternidad, el paso de un año a otro era un mero accidente cargado de alegría. Entonces no existía la sensación de que el ritmo evolutivo de la naturaleza nos atropella. Éramos dueños del tiempo y por eso llenábamos nuestro tiempo de sueños, de alegrías y de futuro. La ingratitud era un suceso pasajero que se olvidaba pronto, la esperanza un valor inagotable. Pero los años de ahora parecen ser distintos, acumulan tantas deslealtades y traiciones que no dejan resquicio a nada más, ni siquiera a regalarnos una sonrisa que, tal vez, diga algo bueno sobre el futuro.
Me acuerdo de los años de mi infancia y los veo llenos de deseos por cumplir, como una fuente inagotable de vida. Entonces, cada año nos deparaba la conquista de un espacio mayor en el mundo de los adultos, cuando aspirábamos a ser mayores (porque ser niños no molaba) y a codearnos con ellos, a que dejaran de tratarnos como los niños o adolescentes que éramos. Lo que no podíamos ejercer como adultos delante de ellos, lo hacíamos fuera: en nuestros círculos de amigos, en una fiesta, con la pandilla en verano, en las conversaciones que no se agotaban. Y si para ello teníamos que coger un cigarrillo, lo cogíamos. Ahora los deseos y las ilusiones parecen haberse agotado o estar encapsulados, y nos embarga la sensación de que nunca podrán ser realidad. Hasta la infancia parece tener extenuada la fuente inagotable de vida, porque los deseos y las ilusiones también se los hemos encapsulado.
2016 es un año bisiesto y, como tal, parece haber hecho honor a eso de que los bisiestos no auguran nada bueno. Catástrofes, muertes, desastres, forman parte de esa concepción  fatalista que ha alentado mitos y creencias sobre los malos augurios que se le imputan a estos años. Que febrero tenga un día más en esos años no es más que una cuestión astronómica de la medida del tiempo. Pero que las civilizaciones le hayan arrogado maleficios es una cuestión de los hombres y sus creencias.
Aún así, la gente tiene ganas de que se acabe este año pronto. El calendario dice que lo hará en dos días. Pero esta es una sensación o deseo que siempre está presente en nuestras vidas. Queremos que acaben las malas rachas, que esas épocas en que todo parece salir mal se terminen, y anhelamos que el siguiente tiempo sea mejor. Pero nada de lo pasado y lo venidero nos garantiza otra cosa distinta. Están naufragando las esperanzas, este mundo no nos augura otra cosa, el valor del futuro está siendo dilapidado.
Iniciar un nuevo año en el calendario no es más que un convencionalismo, los días que no se rigen por las hojas del almanaque, sino por el paso del tiempo que secuencian los movimientos astrales y el movimiento imparable de la naturaleza. Este año ha sido fatal para el mundo de la música (eso dicen los músicos) por la muerte de tantas figuras de talla mundial: Leonard Cohen, David Bowie, Prince. George Michael…
Pero también ha sido el año del derrumbe en política de muchos proyectos ilusionantes, los que miraban a las personas, los que proponían otros mundos posibles. Y ha sido el año en que se afianzaban las maneras de hacer (la crisis la controlan ellos) en lo práctico, en lo previsible, en la ecuación resultado-rentabilidad, en lo que encorseta a las sociedades para dirigirlas por los abismos que le son señalados y evitar así los riesgos de la libertad.
Un año donde hemos vivido la ignominia de la deslealtad del ser humano con el ser humano (sí, otra vez) en todos los frentes donde el ser humano se bate como ser humano, refugiados incluidos.
Un año que asesina a miles de personas y destruye ciudades por bombas que se fabrican en países desarrollados (para mejorar su bienestar) y que se lanzan en países a medio desarrollar.
Un año que cierne negros nubarrones sobre las sociedades occidentales con el auge de la ultraderecha. Que nos tengamos que arrepentirnos algún día por no haber parado esto a tiempo.
Un año ahogado en las aguas del Mediterráneo, como miles de refugiados.
En mis círculos próximos, pero también en los que configuran los medios de comunicación o el espacio virtual, llevo días viendo y escuchando que se tiene ganas de que acabe este año de una vez. Que así sea. Pero si lo hubiéramos hecho más humano, más solidario, menos egoísta, no tendríamos que despotricar de este año bisiesto que ya está agotado.

lunes, 19 de diciembre de 2016

LA BAHÍA DE LA HERRADURA ESTABA SERENA


Estuve la semana pasada en La Herradura por cuestiones profesionales, pero dispuse de unos minutos para pisar la arena y mirar el mar y el cielo y esa línea recta que los unía en un prodigio de perfección en el horizonte.
Visité un instituto y me dejé atrapar por la energía que rebosaba en los chavales, y me interesé por su empeño en trabajar mejor en clase, y me dijeron que aprendían más y estudiaban mejor en aquel grupo reducido. Me alegré.
Salí y volví a pisar la arena. Mirando el horizonte, me serenaba.
Había llegado enrabietado. Hastiado de ver cómo la prensa moldea sus líneas editoriales para defender intereses ocultos, incluso dispuesta a defender ideas que han agotado la democracia en España y que ahora las presentan como que todo tiene que cambiar para que todo siga igual.
Había bajado a la costa harto de ver cómo la Justicia alarga y alarga procedimientos judiciales, da vueltas a las leyes, hasta hacerlas enrevesadas como circunloquios, y todo para que los poderosos que han esquilmado este país no entren en la cárcel.
Llegué aburrido de contemplar cómo en este país falta la vergüenza y la transparencia, la honestidad y la moralidad, el humanismo y la solidaridad. Cómo, si se puede, se difama a quien sea, a quien aún defendiendo intereses nobles pone en cuestión los que nos tocan a nosotros de cerca.
He visto cómo los partidos políticos (todos) se miran el ombligo nacional, independentista, despótico, irracional, infame, insensato, mugriento, grasiento, y no defienden los intereses y las necesidades de la ciudadanía. Cómo sus argumentos cambian al son del aire que más les conviene, a favor de intereses que son la mayor parte de las veces los de esa clase oligárquica y privilegiada que ostenta el poder orgánico.
Miro este horizonte donde se superponen la tierra, el agua y el aire, y me serena. Me alivia, me hace recogerme sobre mí mismo. En ese momento es lo único que deseo.
La bahía de La Herradura estaba serena esa mañana. Allí hubiera permanecido más tiempo, lo deseaba, para ganar libertad, para ganar las fuerzas necesarias para soportar tanta mezquindad, ignominia y crueldad en la que hemos convertido este planeta. Aunque fuera sólo para eso, y quizás volar hasta aquella línea recta tan perfecta acunado en el vaivén sereno que mostraban las olas esa mañana.