lunes, 24 de julio de 2017

LAS LLAVES

El verano se me está haciendo llevadero. Soportando bien las calores, tengo suficiente. Sigo con mis caminatas. Soy disciplinado y hago caso siempre a mi médico. Y ahora no sé por qué me he puesto a releer Crónica de una muerte anunciada.
En el sendero que me sirve de banco de pruebas terapéutico, cada día me deapra una sorpresa. Durante dos o tres semanas me han estado intrigando unas llaves. La primera vez que las vi estaban colgadas en la espita de uno de los muchos árboles que flanquean el sendero. Casi no se veían. Alguien debió verlas en el suelo y las colgó, en el apéndice de una pequeña rama partida, a la altura de la cabeza de una persona de estatura mediana. Supongo que pensó que su propietario así podría verlas si pasaba de nuevo por allí. Llevar a objetos perdidos algo perdido en un sendero en el campo no es una solución inteligente. Es más lógico pensar que quien pierda algo en un camino volverá a recorrerlo. Quizá quien las perdió fuera un caminante fugaz que no volverá a pasar por el sendero en semanas o meses; tal vez, nunca. Pero eso no lo sabemos, así que lo más sensato es hacer lo que el caminante anónimo: ponerla a la vista.
Me pareció que yo también debía colaborar en facilitarle la localización a su propietario o propietaria. Por el aspecto del llavero me inclinaría más porque fuese una propietaria. Así que aparté una ramita que intercedía en una buena visualización y dejé las llaves libres de obstáculos para su mejor vista a unos metros de distancia. Si yo hubiera perdido mis llaves, que no las perderé nunca porque no las llevo cuando hago este paseo, me hubiera gustado que alguien hiciera lo mismo.
A partir de ese momento, las llaves se convirtieron en un ejercicio de solidaridad senderista entre los caminantes. Aunque también los haya  guarros y guarras, de esos que tiran los desperdicios y envases de una merienda de comida basura en los aledaños del camino. Pero dejemos esto tan irritante. Cada día que volvía a pasar veía que algo había cambiado alrededor de las llaves. Aparecían cintas de colores para que llamaran la atención en un golpe de vista de los transeúntes. La verdad es que el llavero era un poco soso y cutre, su color negro parduzco no destacaba precisamente en el tronco del árbol. Así es como un día vi atado un trozo de plástico blanco y una cinta roja otro día más adelante.
Aquello provocó que durante un tiempo se soliviantaran mis inquietudes y temores. ¡Menudo sofocón para quien las hubiera perdido! ¡Qué trastorno no encontrarlas de inmediato! ¡Menuda intranquilidad si alguien las encontraba y sabía donde vivía! Entraría como Pedro por su casa.
Pasaron varios días, y las llaves desaparecieron. Pensé: por fin las ha encontrado su dueño. El asunto no pasó a mayores. Casi me olvidé de ellas. Pero días después aparecieron en otro árbol, a unos cuarenta metros. Me solivianté, al tiempo que cundió mi decepcionó: el dueño no las había encontrado. Entonces qué pudo ocurrir: otro buen caminante pensaría en ponerlas allí, donde él creía que estarían más visibles. No me pareció buena idea. Sin embargo, un buen día ya no estaban. Miré entre la hierba, a ver si se habían caído o alguien malintencionado las había arrojado por la zona. Como no di con ellas, lo mejor que pude pensar para mi tranquilidad es que su dueño las habría encontrado. Él o ella podía respirar a gusto, y yo también.
Seguiré leyendo Crónica de una muerte anunciada y, apenas la termine, releeré El llano en llamas. El verano parece que se presta más a las relecturas.