lunes, 29 de noviembre de 2010

37 MAGNÍFICOS CIUDADANOS, 37

La crisis económica está subvirtiendo las ideas.
En política decidimos todos (al menos, votamos), en economía solo unos cuantos.
Citar a los 37 empresarios más poderosos de España a una reunión por parte del Gobierno de España, ¿es como citarse con el enemigo?, ¿no son ellos parte de ‘los mercados’ que tanto está especulando a nuestras espaldas para hacer tambalear la economía del país? A lo mejor es que debe funcionar la máxima: “Si no puedes con tu enemigo, únete a él”.
Supongo que ninguno de estos 37 formará parte de esos que están extendiendo el bulo de que la economía española tiene que ser intervenida por la Unión Europea, como antes la griega y ahora la irlandesa. Si no, ¡menudo panorama!
No sé si esta reunión habrá sido idea del equipo de asesores económicos que rodea al presidente Zapatero, solo espero que esta vez hayan acertado. Y que no sea otra estrategia fallida más de las que han marcado la dirección de la política económica en los últimos dos años.
En la situación económica actual, resentida ya la situación social y afectada la política, hablar hay que hablar, acaso más que nunca, pero con muchos, no solo con 37 ciudadanos.
La situación económica actual es una locura que tiene a todos los gobiernos con la lengua fuera, al ritmo que le marcan los que nos sumieron en la crisis: los mercados. No existe tregua para nadie. Y menos para los ciudadanos que suelen llevarse la peor parte.
Estos 37 ciudadanos le piden al presidente del Gobierno que no le tiemble el pulso a la hora de adoptar medidas de ajuste y medidas estructurales en la economía. ¿Y qué le piden el resto de los ciudadanos españoles?, porque estos tendrán bastante qué decir. Al fin y al cabo sobre ellos recaerán tales ajustes.
Las fuerzas económicas se han impuesto a las fuerzas políticas. Y con descaro. ¿Acaso no ha sido siempre así?
Es posible que para acabar con la crisis no quede otra alternativa que hacer uso de las mismas reglas en que se basa la economía de mercado en la que estamos instalados. ¿O es que alguien piensa que hay otra forma de hacerlo sin subvertir el actual modelo económico?
Si alguien lo piensa que escuche las sabias palabras del economista José Luis Sampedro en unas entrevistas que circulan por internet (youtube) donde habla de que el modelo económico de crecimiento que hemos tenido en las últimas décadas está agotado. El planeta no puede soportarlo más.
La crisis económica está subvirtiendo las ideas. Las ideas de una izquierda que está atrapada por el pegajoso mercado. Una izquierda que desde hace mucho tiempo para sobrevivir tuvo que cambiar muchos de sus postulados. Y hasta de sus principios.
A ver qué dicen los 37 de aquí y los otros muchos ‘37’ que hay por el resto de países sumidos en la crisis, porque los gobiernos parecen decir poco (al menos los ánimos del G-20, que con el estallido de la crisis financiera habló de controlar los mercados, parecen haberse desinflado).
Y mientras todo esto ocurre, nuestro país adolece de contar con una clase política capaz de ejercer la alta política: esa que obliga a alcanzar acuerdos entre partidos para impulsar medidas de urgencia ante graves situaciones del país. En Alemania los partidos han sabido unir fuerzas en situaciones que el país lo demandaba. Aquí solo parece que importa llegar al poder a toda costa, sin tener en cuenta el sufrimiento de una población atacada por la fiereza de una crisis económica.
El Partido Popular nos quiere hacer creer que sería capaz de resolver la actual situación de crisis si accediera al poder, pero quiere confundirnos. Esta crisis no se superará hasta que no se ponga un poco de orden en la economía mundial de mercado. Y esto se ve difícil.
El tendero de mi barrio ya me lo decía: “El capital es el capital… y es el que manda”.

domingo, 14 de noviembre de 2010

LA CULTURA DE LA CALIDAD Y DE LA EVALUACIÓN: UN DEBATE PENDIENTE*

Los sistemas de control de calidad están a la orden del día en todos los ámbitos de la actividad humana. En productos que se venden y servicios que se prestan, alimentos que comemos, juguetes para nuestros hijos, ropas que vestimos o en sistemas de transporte que utilizamos.
El ciudadano ‘cliente’ se ha acostumbrado a ello y exige la calidad en los servicios que le prestan y en los productos que consume.
En los servicios públicos es también una realidad. La cultura de control de la calidad en educación o sanidad la estamos experimentando desde hace ya algunos años.
Invitado por el Ateneo de Granada tuve ocasión de formar parte de una mesa redonda con el tema: “La cultura de la calidad y de la evaluación: un debate pendiente”.
En la mesa intervinieron también: Juan Calatrava (Las trampas de la excelencia), Juan Irigoyen (La calidad: infancia, vocación y primeras experiencias), Jesús Ambel (Cultura de calidad y subjetividad) y Sergio Hinojosa (moderador).
Mi intervención versó sobre las connotaciones que los sistemas de control de calidad tienen en el ámbito educativo. Su título: “La calidad en la educación: una pretensión contradictoria”.
La calidad en la educación es un principio asumido en las leyes educativas que se han sucedido en los años de democracia. Si bien, estamos frente a un discurso que ha perdido valor por haberse convertido en un argumento recurrente, que ha terminado por no convencer.
No obstante, cabría preguntarse en dónde se establece el techo de la calidad. Ya que hemos asistido en los últimos veinte años a un discurso reiterativo de frecuentes peticiones de inversiones y recursos para la educación en pro de alcanzar esa calidad que nunca llega. Una petición que es como la rueda de una noria que da vueltas sin fin siguiendo una órbita que siempre le lleva al mismo punto. No nos extraña que este discurso de la calidad se haya desvirtuado sobremanera.
La calidad de la educación se enmarca en el paradigma de la eficacia, tecnocrático y de los estándares. Medida y control sobre todos los elementos del sistema como instrumento para controlar la organización y para justificar su puesta en ejecución.
Los discursos políticos reproducen el papel que se le asigna a la educación en la sociedad del conocimiento: la de ser el centro de la economía. Así lo decía el ministro de Educación, Ángel Gabilondo, no hace mucho: “Mi objetivo es colocar a la educación en el centro de la economía”.
Asimismo lo había dicho expresado el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, a poco de iniciar su mandato en enero de 2009: “La nación que nos supere en educación nos superará como competidor económico”.
En Andalucía, el presidente de la Junta de Andalucía, José Antonio Griñán, hacía un alegato a favor de la educación diciendo: “Si me permiten un juego de palabras de todas las políticas, la educación es la política”. Y añadía: “De la calidad de la educación depende el futuro de Andalucía”.
La educación en términos de productividad asociada a la economía, ésa es la visión que desde la política se tiene de la educación, con matices según el color ideológico de quien lo dice, introduciendo consideraciones sobre la equidad o la igualdad de oportunidades.
Sin embargo, existe un lado perverso en este discurso de la calidad: la condición de ciudadano se debilita frente a la dimensión de cliente. Algo que en educación es, si cabe, aún más grave.
La cultura de la calidad es sinónimo de mayor eficacia y de más competitividad. Al tiempo que promueve el control en el uso del capital humano como herramienta de trabajo, lejos de su consideración como persona.
En estos parámetros se desenvuelve la educación de nuestros días. No nos viene mal una reflexión en este sentido.

* El acto tuvo lugar el jueves 11/11/2010, en el Salón Rojo de la Facultad de Derecho (Universidad de Granada).

viernes, 12 de noviembre de 2010

EL COMPROMISO DOCENTE

El profesorado es, si no la clave, una de las claves en la calidad de la educación. En ello coinciden autores e informes internacionales cuando se refieren al papel que desempeña el docente en la educación.
El compromiso docente en la educación ha sido la temática sobre la que ha versado el Primer Congreso Nacional sobre el Compromiso Docente (Facultad de Ciencias de la Educación, Universidad de Granada, 9-11 de noviembre, 2010).
El filósofo Emilio Lledó vino a decir (XXIV Semana Monográfica de la Educación de la Fundación Santillana, noviembre, 2009) que el profesorado de hoy se mueve entre la épica y la lírica. La épica de un trabajo que se ha complicado más que nunca y la lírica de la vocación del enseñante. Lo único que puede dar autoridad y prestigio a la profesión docente es “el amor a lo que se enseña y el amor a los que se enseña”.
El congreso ha tratado de generar un debate sobre la situación del sistema educativo español, el papel del profesorado en la escuela y la realización de propuestas alternativas acerca de la formación del docente y su trabajo en el aula.

lunes, 8 de noviembre de 2010

MI REINO NO ES DE ESTE MUNDO

La reciente visita del Papa Benedicto XVI a Santiago de Compostela y a Barcelona no ha dejado indiferente a nadie.
Todas las cosas buenas que la Iglesia Católica pueda estar haciendo en el mundo se ven sórdidamente eclipsadas por la mentalidad retrógrada de la jerarquía eclesiástica.
Y es que el reino del Vaticano parece no ser de este mundo. De un mundo del siglo XXI en el que muchos de los postulados de la Iglesia y de las ideas que defiende su jerarquía están más cercanos al concilio de Trento que a lo que la sociedad actual demanda.
A Benedicto XVI le faltó decir en la rueda de prensa a bordo del avión que lo trasladaba a España, así como en sus discursos ‘pastorales’, que “Mi reino no es de este mundo”, como dijera Jesús a Pilato (Juan 18, 36). Porque ésa es la impresión que se percibe a tenor del grado de desconexión que la Iglesia exhibe con respecto a la sociedad donde se incardina.
Y es que le pierde esa aspiración universal de fe que entra en colisión con los derechos y las libertades públicas de la sociedad civil, como si sus creencias y dogmas tuvieran que ser asumidas por toda la ciudadanía.
La Iglesia cada vez está más alejada de la sociedad civil. Ratzinger otra vez se ha postulado en contra de muchos católicos cuando habla de un modelo de familia ‘natural’, de la función de la mujer en la sociedad o de prácticas sexuales. Conquistas asumidas y practicadas por muchos católicos que son homosexuales, utilizan el preservativo, abortan o trabajan fuera del hogar y comparten las tareas de éste.
Y no le ha bastado con insistir en su pensamiento retrógrado, sino que ha insinuado la existencia de un anticlericalismo en la España actual al referirse al laicismo de la sociedad española, por otra parte amparado por la Constitución.
La alusión a la España de los años treinta ha sido un deplorable ejercicio de burda insidia. Es como confundir el laicismo con una patata, y perdonen el ejemplo. Ser laico no significa ser anticlerical.
Identificarse como laico no está reñido con respetar las confesiones religiosas que pueda haber en un país. Eso sí, solo en la medida que no pretendan imponer su doctrina, su moral y sus reglas religiosas a la fuerza a quien no quiere pertenecer a ninguna de ellas.
Si ser laico es ser anticlerical, como parece deducirse de lo expresado por el ex cardenal Ratzinger, es tratar de confundir innecesariamente las atrocidades que se cometieron en la antesala y en la sala de la guerra civil con la quema de iglesias y asesinatos de religiosos (una barbaridad injustificable), con una postura civil que en la actualidad no aspira a ningún ejercicio de agresividad, tan solo a no pretender que un dogma religioso y no civil, sea el que sea, condicione nuestras vidas.
Y si hablamos de los años treinta... también lo podemos hacer del espurio papel que ejerció la Iglesia tan apegada a regímenes fascistas y dictatoriales.
Si no cambia, mucho me temo que la Iglesia actual, al menos su jerarquía, camina haciendo realidad un cada vez mayor distanciamiento con la sociedad actual y el mundo que la rodea.

martes, 2 de noviembre de 2010

LA DECENCIA EN LA COSA PÚBLICA*

Me preocupan los datos que ha proporcionado el barómetro de septiembre del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). La clase política y los partidos políticos siguen siendo parte del problema que tiene España en este momento, al menos ésa es la percepción de los ciudadanos entrevistados por el CIS, que sitúan a ambos como el tercer problema más importante en nuestro país. Por delante están el desempleo y la crisis económica, cosa obvia a tenor de la dimensión con que afectan a las familias y a la sociedad española.
Que la clase política sea un problema es una cuestión que puede resultar extraña. Los ciudadanos han respondido a la pregunta: ¿cuál cree usted que es el principal problema que existe en España? Tiene sentido la respuesta que alude a los dos que ocupan los primeros puestos, como lo tendrían las drogas, el terrorismo o la inseguridad ciudadana, porque se trata de productos o acciones susceptibles de agredirnos de manera directa. No creo que la clase política sea un virus que vaya provocando alergias o enfermedades. Otra cosa distinta es que hablemos de la gestión pública, que puede ser buena o mala, según las consecuencias que tenga para la vida social y económica de un país o de una ciudad. Pero no todos los políticos gobiernan y no todos los partidos políticos ganan unas elecciones y tienen posibilidad de gobernar.
A otra pregunta que recoge la encuesta (¿cuál es el problema que a usted personalmente le afecta más?) los ciudadanos sitúan a la clase política y los partidos políticos en cuarto lugar, ya que ahora las pensiones ocupan el tercero. Y las pensiones sí son un factor que afecta directamente a las personas porque de su cobro, en mayor o menor cuantía, depende el nivel adquisitivo de una persona y su calidad de vida. Ser político o ser una organización política, en sí mismo, es difícil que constituyan un problema que perturbe directamente a los ciudadanos. El político no va a casa de nadie a dejar desempleado a un hijo o a sisar en la cartera para que alguien no pueda comprar la bombona de butano.
¿Dónde radica, entonces, ese malestar de los ciudadanos hacia la llamada clase política y los partidos políticos para considerarlos como un problema?
En tiempos difíciles como los que nos han tocado vivir es lógico que la percepción del ciudadano sea negativa hacia los que considera que pueden hacer algo más por mejorar la situación social y económica. La personalización de la autoría de los problemas es algo que se comprende. El ciudadano cuando culpa a alguien de los problemas de un país o los que le afligen en su entorno próximo es natural que se acuerde del presidente del Gobierno o del ministro de turno, del presidente de su comunidad autónoma o del consejero del ramo y, en su caso, del alcalde. A ellos responsabiliza, pero no todos los que se dedican a la política ostentan estos cargos ejecutivos, u otros legislativos. Ni todos los políticos son iguales, como tampoco lo son todos los jueces o todos los profesores.
Esta negativa percepción ciudadana creo que hay que buscarla en otros aspectos que nada tienen que ver con la gestión pública y que probablemente sean más preocupantes que los derivados de ésta. Pues a una mala gestión se pone remedio en una democracia cambiando de opción política, pero a determinadas prácticas que abochornan al ciudadano y desacreditan a la política resulta más difícil cambiarlas en unas elecciones. Vivimos tiempos en que la imagen es una poderosa arma, y esa imagen se construye cada día. Es así como a la clase política le benefician muy poco las conductas poco éticas, las peleas parlamentarias y extraparlamentarias, así como sembrar de obstáculos proyectos de interés general, la corrupción, las mentiras, el uso de la política en provecho propio, hacer de ella una profesión o pulular de cargo en cargo como si para todos se estuviese capacitado. Todo esto es lo que al ciudadano le abochorna, lo que le hace sentir vergüenza ajena y por lo que cuando puede muestra su malestar.
La cosa pública es un servicio a la sociedad no un servicio a lo personal. Y en política se dan sobradas muestras de que lo personal prevalece sobre el interés general. La actitud ética de la persona, como le dice Savater a Amador, es ante todo una perspectiva personal (uno hace para bien suyo, se pone de acuerdo con uno mismo); por el contrario, la actitud política tiene que ver con los demás, con buscar el acuerdo con ellos, con volcarse hacia los demás. Demasiadas veces se confunde una cosa con otra. Estar en política es estar con los demás, es mostrarse en un escaparate público que no puede tener recovecos, porque la transparencia es una condición sin reservas.
Me preocupa la opinión ciudadana que refleja el CIS porque todo ese malestar está abriendo una fractura entre la clase política y la ciudadanía, entre los partidos políticos y los ciudadanos, de consecuencias imprevisibles. Por lo pronto, dicho malestar se puede trasladar al Estado y a las instituciones donde están los políticos gobernando. Y llegado el caso, la imagen del Estado y las instituciones públicas podría resentirse, lo que iría en detrimento de nuestra salud democrática.
La decencia en la cosa pública hay que demostrarla cada día y en cada acción.

* Artículo publicado en el periódico Ideal, 2/11/2010.