lunes, 18 de abril de 2016

EUROPA: ¿CAMINO DE LA DECADENCIA?*

Europa, forjada con dolor, sangre, tratados, cultura, avances técnicos, revoluciones y mestizaje, históricamente ha sido el escenario donde se han representado algunos de los mayores dramas de la humanidad, pero también donde se ha teorizado sobre el poder y las ideologías, escenario de revoluciones que han cambiado el mundo, semillero de culturas, dominadora del planeta militar y económicamente durante gran parte de la Historia y proveedora de conocimiento, saber, religión, cultura, técnica y prácticas crueles para otros pueblos. Aunque desde hace un siglo perdió la supremacía mundial, siguió teniendo un papel protagonista en la esfera internacional.

Cuando explicábamos qué era Europa a nuestros alumnos a finales del siglo pasado, aludíamos a aquel proyecto comunitario que trataba de equilibrar territorios e impulsar el desarrollo económico de las regiones más desfavorecidas (fondos FEDER y FEOGA) para alcanzar el mayor bienestar de los ciudadanos, sin olvidar los valores éticos y morales que debían sustentarlo. De aquella Europa que soñábamos, ¿qué nos queda ahora?

Toynbee en su Estudio de la Historia escribió acerca del desarrollo de las civilizaciones, y decía que éstas eran el resultado de la respuesta a los desafíos que se presentaban, tanto naturales como sociales. Los desafíos en la civilización europea se han sucedido en la Historia: invasión musulmana, reforma luterana, luchas de poder, avances técnicos y culturales o deseos de unidad europea. Según Toynbee, una civilización crecería cuando la respuesta a esos desafíos tuviera éxito, provocando así nuevos desafíos. Esta dialéctica histórica fue la que hizo crecer a Europa como potencia secular.

Europa siempre supo salir adelante y lo hizo por sí misma, pero las dos guerras mundiales del siglo XX, tan destructivas, la dejaron desolada económicamente y con el espíritu maltrecho. Para Toynbee las civilizaciones no necesariamente estaban abocadas a la desaparición, como sostenía Spengler, confiaba en que la civilización occidental encontraría los resortes para escapar de la decadencia, si ésta llegaba. En esto pudo ser premonitorio, intuyendo que Europa podría encontrarse en esta situación en décadas venideras. Hoy los nuevos desafíos han llegado, y a Europa le cuesta encontrar la respuesta.

Cuando la Unión Europea nació, lo hizo como un proyecto “abierto a la cultura, al saber y al progreso social” y dispuesto a “obrar en pro de la paz, la justicia y la solidaridad en el mundo”; sin embargo, poco de esto podemos apreciar hoy, cuando vemos cómo retrocede su posición económica y sus posibilidades de progreso. El mundo de nuestros días, tan cambiante y en evolución continua, tiene otros resortes emergentes que marcan el futuro, el mismo que parece haber perdido Europa.

Si entendemos el concepto de cultura como el conjunto de conocimientos, valores, creencias y experiencias que se han acumulado durante el tiempo, frente al concepto de civilización, entendida como la materialización de esa cultura, ello nos lleva a pensar que por encima de la civilización está el sostén de la cultura, y que sin ésta la civilización entraría en el anquilosamiento y, quién sabe, si la barbarie. Poseer cantidades ingentes de bienes generados por la sociedad de consumo no nos garantiza un mejor estadio cultural. La sociedad postmoderna, atiborrada de objetos, menosprecia los sentimientos y las emociones, y la cultura en Europa se ha visto menoscabada por el avance de la civilización. Desde hace tiempo, los patrones sociales (trasladados también a la educación) están desprovistos del sentido humanista que reporta la cultura, tan fundamental para que la civilización asimile y haga buen uso de los avances científicos y tecnológicos que ha habido. A veces uno sospecha que la sociedad europea camina hacia un escenario más propio del imaginario distópico de Blade Runner que hacia una sociedad más justa, libre y democrática.

Esta tendencia es la que debemos revertir, no olvidando que a esos esfuerzos habrá quien ponga zancadillas: las élites no interesadas en la nobleza del factor humano y sí en el instinto primario de la insaciabilidad. La civilización europea se ha vaciado de cultura, y quizás sea ésta una de las razones por las que advertimos que el peso de Europa en el mundo ha retrocedido. El poder económico puede dar posición e influencia, pero el poder de la ética y la moral aporta ese sentido humano tan necesario para dignificar el entorno internacional. Este poder es el que Europa podría haber explotado como territorio históricamente participado por guerras, innovaciones, revoluciones, vivero de ideas y arte, refugio de la cultura…

Que Europa haya consentido la vulneración de los derechos humanos en su territorio, dejando a los refugiados sirios vivir en campamentos improvisados en un estado infrahumano (tiendas, charcos, lluvia, barro), o que a miles de niños se les estén vulnerando los derechos de la infancia (educación, desamparo, abandono), desvela que los principios morales de las élites políticas han desaparecido. La solución de deportar a decenas de miles de refugiados a Turquía, pagando por ello, ha sido una medida innoble e infame para cualquier espíritu democrático. Así hemos visto a gobiernos europeos levantar vallas con alambre de concertinas, usar la fuerza policial y militar contra indefensas familias hacinadas en caminos, campos de concentración, mientras la Unión Europea debatía funestamente y los ignoraba. Y hemos visto a gobiernos autoritarios y xenófobos, como el húngaro de Viktor Orbán, poner barreras para impedir el avance de quienes huían de la guerra y la miseria. Todo esto con el silencio cómplice de Francia, Alemania, España o Gran Bretaña. Alarma ver este viraje hacia actitudes tan insolidarias y xenófobas.

Ese proyecto común llamado Unión Europea, plagado de valores en las páginas de su corolario normativo, no debería haberlo consentido. Inexplicable en la Europa que recibió el premio Nobel de la Paz en 2012 por su contribución al avance de la paz, la reconciliación, la democracia y los derechos humanos; la misma que cada año entrega el premio Sájarov en defensa de los derechos humanos y las libertades. ¡Qué hipocresía!

* Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 17/4/2016.

martes, 5 de abril de 2016

EUROPA, LA VIEJA EUROPA*

Europa quizás se esté haciendo vieja, y lo peor, sin haber aprendido nada de su experiencia histórica. En los prolegómenos de la guerra de Irak, el secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, ante la resistencia de Francia y Alemania a colaborar en los planes de guerra trazados por el fatídico trío de las Azores, habló de ‘La vieja Europa’, con ese tono prepotente y despectivo que tienen los ignorantes de la Historia. Era una proposición de guerra plagada de mentiras (se sabía que no había armas nucleares) y sustentada en intereses comerciales (el grado de privatización de la guerra alcanzó cotas desconocidas hasta entonces), como después se demostró. Aquel montaje fue el que realmente estuvo imbuido por esa vieja y deleznable política aludida por Rumsfeld: uso irracional de la fuerza, desprecio a la vida humana, intereses económicos, venganzas personales, negocio a costa de la represión y la muerte…

Aquella Europa que se mostró digna frente a la barbarie parece que hoy, sin embargo, ha perdido mucha de esa dignidad. La Europa que se levantó contra la guerra era representativa de unos valores e ideales que el tiempo ha ido ocultando o diluyendo, cuando no destruyendo hasta límites irritantes. Mucho me temo que aquello que Rumsfeld tildó de vieja y decadente Europa venga ahora a reconocerse trece años después, pero no porque se niegue como entonces a participar en una guerra, sino por regirse por pautas rayanas en la insolidaridad y la ausencia de valores.

Algunos de los últimos acontecimientos habidos han abochornado al mundo: la humillación que protagonizaron unos hinchas holandeses de fútbol sobre un grupo de mendigas, arrojándoles monedas en la plaza Mayor de Madrid, o el degradante trato al que se está sometiendo a decenas de miles de refugiados sirios. Cuando la sociedad civil en tiempos de paz es capaz de humillar y vejar a otro ser humano en una plaza pública o en una frontera, con total impunidad e indiferencia, es cuando podemos decir que hemos caído en una bajeza moral semejante a la que promovió aquella guerra de Irak (tan sólo recordemos la prisión de Abu Ghraib y las vejaciones a los presos). Y no es que en una guerra todo esté justificado, ni siquiera la propia guerra, pero lo que vimos en nuestra sociedad del confort hace unas semanas en Madrid, Barcelona o Roma, por parte de algunos seguidores del PSV de Eindhoven, el Arsenal o el Sparta de Praga, fue tan bochornoso como inmoral. Y todo ello protagonizado por ciudadanos que provienen de una Europa que se ha volcado durante decenios en promover una educación en valores entre su juventud.

Europa quizás se haya hecho vieja y quede poco del proyecto de construcción plurinacional nacido del Tratado de Roma, que despertó tanta ilusión y esperanza, pretendiendo equilibrar un mundo polarizado por dos grandes bloques antagónicos. La gran depresión económica desencadenada en 2008 ha mostrado su debilidad para erigirse en instrumento capaz de proporcionar bienestar a sus ciudadanos, desvelando asimismo su claudicación ante los poderes económicos. La capacidad de reacción de Europa ante los problemas que se han presentado ha quedado en entredicho, al tiempo que su población se ha visto sometida a niveles de privación social y económica como hacía décadas no había soportado.

La Unión Europea (antes Comunidad Económica Europea) se erigió en un espacio de bienestar, donde sus ciudadanos debían ser la referencia principal en una entidad de progreso. Poco o nada se cuestionó de ella mientras el crecimiento económico atendió necesidades: elementales, consumistas y, si me apuran, espirituales. Eran los tiempos de la expansión global dentro de aquel espacio económico soñado por el mercado, como también por los habitantes de muchos territorios desfavorecidos del planeta (África mediterránea o subsahariana); un espacio que despertó el interés de millones de jóvenes dispuestos a escapar de la miseria, la privación y la falta de esperanza. Todo eso se facilitó durante años, cuando sirvieron de mano de obra necesaria para una época de expansión económica, hasta que dejó de interesar en el momento que la crisis se presentó.

Desde entonces Europa ha mostrado su rostro más desagradable y una inoperatividad insultante ante lo que se le ha presentado. Miró las tragedias humanas que llegaban a Lampedusa, igual que hace ahora con los refugiados sirios, como si estuviera sumida en un estado de shock, sin saber cómo reaccionar. Parecido a lo que hizo décadas atrás cuando se practicó en Srebrenica la limpieza étnica de miles de musulmanes, como si aquello fueran prácticas que no iban con ella y fueran cosa de otras épocas y no de un siglo lleno de avances en la cultura, la medicina, la técnica o la civilización. Ahora unos hinchas de fútbol han humillado a unas mujeres rumanas que pedían limosna y los Estados europeos se muestran incapaces de resolver una crisis humanitaria como la de los refugiados sirios, que huyen de una guerra en la que Europa tiene su parte de culpa.

Ya el proyecto europeo salido del Tratado de Maastricht, materializado en una Constitución europea, sufrió un duro varapalo en Holanda y Francia, que sólo el apaño del Tratado de Lisboa (2007) pudo sostener precariamente, y que ha ido a la deriva en estos casi diez años. Hoy estamos viendo las consecuencias de esa falta de unanimidad en el apoyo al proyecto europeo, incluso escuchamos voces contrarias al mismo que están ganando fuerza. La de Londres acaso sea la que más se escucha. Europa se ha refundado con pies de barro y eso se nota. Debilidad económica en la actual crisis mundial, debilidad en la acción de política exterior, debilidad en materia de seguridad… Demasiadas debilidades para no pensar que tal vez estemos ante una Europa que se agota.

* Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 4/4/2016.